ALQUIMUS SOFIS

Era un pueblito campesino como cualquier pueblito campesino en el mundo. Ni grande ni chico. No tenía ni muchos ni pocos habitantes. No hace tanto tiempo, ni tan poco.
Como cualquier poblado, tenía su plaza, donde la gente se juntaba los domingos. Algunos, para ir a la iglesia; otros, para comprar golosinas, telas, fruta y otros artículos que llegaban a vender los comerciantes de fuera; los más, para compartir, cultivar y comentar los chismes de la semana, que no eran muchos, porque se trataba de un pueblito muy apacible: Que si fulano y menganita se van a casar, que si el abuelo de Doña Perengana murió de viejo, que ahora hubo pocos ejotes en la cosecha, que este año llegaron las lluvias dos semanas antes del Viernes Santo, y eso es raro, en fin, lo que pasa en todas las aldeas del planeta.
La plaza, como cualquier plaza, no carecía de personajes sobresalientes. Estaba, por ejemplo, Doña Hilaza quien, al atardecer, salía con su gran canasta a pregonar listones y estambres sabiendo que las señoras se encontraban precisamente en labor de costura, y siempre les faltaba algo.
Don Residuo, el ropavejero, que tenía su carretita junto a la puerta de la iglesia, y compraba no solamente ropa vieja, sino botellas vacías, sillas rotas, ollas agujeradas, en fin, cualquier artefacto que se desecha en una casa tradicional.
Las dos hermanas solteronas, Doña Camaya y Doña Loraca que, al no tener nada qué hacer, se aplastaban en la misma banca todas las tardes a observar a la gente que pasaba, para tejer con ellos los chismes del próximo domingo.
Pero el más extraño de los personajes era Alquimus Sofis, un hombre -al parecer viejo- cuyo cuerpo recordaba a un cuervo (era "encorvado") y cuyo rostro, marcado de arrugas, parecía hecho de corteza de nogal. Su ropa estaba tan ajada que nadie podía definir de qué color había sido, y no le preocupaba rasurarse la larga barba ni cortarse el pelo.
A pesar de ello, jamás iba sucio, ni olía mal. No se sabía dónde vivía, pero decían que cerca del río, donde seguramente se bañaba en las mañanas antes de ir a acomodarse en un rincón de la plaza.
Tampoco se le conocía oficio alguno, pero no vivía de la caridad, porque jamás pidió limosna. Además, desaparecía a la hora de comer, por lo que, suponían, estaba bien alimentado.
Eso sí, tenía un hermoso brillo en los ojos, que hacía olvidar cualquier otro detalle de su apariencia; ojos con los cuales Alquimus se contentaba con observar a los niños. Algunos jugaban en grupos, otros entablaban un imaginativo monólogo y unos pocos se apostaban a la sombra de los robles de la plazuela a leer y estudiar.
Nunca se supo cual era su criterio pero, de pronto, se acercaba a algún niño y le regalaba una semilla extraña, siempre con el mismo discurso:

-"No la tienes qué sembrar
ni la debes de regar;
con amor la has de guardar,
cuando la sepas usar
solita va a germinar".

Cuando un niño era curioso acerca del destino de aquella semilla, o se le acercaba uno no elegido y le pedía alguna, solamente respondía:

-"No preguntes nada
que no puedas saber"

Y, por supuesto, las mamás de estos pequeños estuvieron al principio preocupadas por lo que las semillas misteriosas podían causarles a sus retoños. Pero cuando lo cuestionaban, respondía:

-"Jamás un daño habrán causado,
pueden tenerlas sin más temor;
cuando los tiempos hayan llegado
con regocijo verán su flor".

Los agraciados más tercos las intentaron sembrar, pero, efectivamente, no germinaban. Otros las depositaron en ollas con agua, pero hubiera sido lo mismo sumergir un trozo de cristal: la semilla permanecía impávida. Los más osados llegaron a tragársela, pensando que con ello iban a obtener algún poder extraño y las mamás, al ver que, al menos, no eran venenosas, se tranquilizaron, y dejaron en paz a Alquimus.
Este, así como había llegado, un buen día desapareció. Unos pocos niños, que tenían como norma la prudencia, guardaron con cuidado su semilla, confiando, sin saber por qué, en la sabiduría de Alquimus.
Pasaron los años; los que eran abuelos en tiempos de Alquimus, habían muerto ya, también de viejos. Los que habían sido papás o mamás, ya eran abuelos, porque los hijos estaban tan crecidos que ya tenían hijos a su vez. Y casi todo el pueblo estaba formado de gente de provecho, como había sido siempre.
Hubo, por ese entonces, un año en que, pasado el Viernes Santo, todavía no llovía. Alrededor del día de San Juan, tampoco. En Agosto el calor era insoportable, y no habían crecido los sembrados. Ya para Octubre, cuando se debía cosechar, no había fruto alguno, y no tenían tampoco con qué comprar alimentos a los fuereños en la plaza.
Los poseedores de las semillas de Alquimus supieron que era el tiempo de sembrar y, con la poca agua que quedaba en el río, regaron con cuidado sus semillas misteriosas.
En cosa de días surgieron unos enormes árboles. El pueblo entero quiso comer primero, sus tallos nuevos; después, sus flores y, al último, sus frutos. Pero los guardianes de los árboles los cuidaron de la rapiña humana, convenciendo a los hambrientos que debía de existir otra solución.
El primero de ellos propuso esperar y pensar con cuidado lo que debían de hacer. Les dijo, con una sabiduría que, para él, era desconocida:

-Si nos comemos los frutos de estos árboles, se van a acabar pronto. Tal vez debamos echar mano de las pocas reservas que tenemos guardadas, y repartirlas entre todos, por poco que le toque a cada uno.

En cuanto hubo dicho esto, su árbol habló:

-"Llegó tu tiempo,
premio a tu paciencia;
tú eres el Maestro
de la Prudencia".

Como era raro que un árbol hablara, y la gente común le teme a la magia, respetaron su decisión. Pero solamente un campesino tenía todavía alimentos guardados. Además, él era poseedor de otro de los árboles de Alquimus. Pensó que, teniendo un árbol mágico, nada podía faltarle, y dijo:

-Vamos a repartir lo que tengo entre todos, porque todos lo necesitamos por igual. Sólo daremos preferencia a los que más débiles se encuentren, para que se puedan reponer de su hambre.

Dicho esto, el árbol de su propiedad tomó la palabra:

-"Llegó tu tiempo,
con él la Verdad,
tú eres el Maestro
de la Caridad".

Pero el caritativo poco sabía de matemáticas y, de haber repartido él las reservas de alimento, no hubieran servido de nada. Además, el hambre era tal, que muchos de los pobladores se hubieran llevado alimentos de más para guardarlos, por miedo a que siguiera esta sequía. Entonces otro, bastante joven, dijo:

-Me ofrezco a hacer la distribución. En aquella pared blanca vamos a contar a los pobladores, con los hijos que tienen, y haremos a la vista de todos la división, para que sea justo y público.

Por supuesto, éste también tenía un árbol parlante, que contestó a su vez:

-"Llegó tu tiempo
no importa tu edad;
tú eres el Maestro
de la Honestidad".

Sólo que otro de los "arboleros" hizo notar que la comida iba a alcanzar para algún tiempo, y que ayudaba un poco, pero esa no era la solución del problema. Citó a los hombres y mujeres más fuertes, les hizo encargar a sus hijos con otros aldeanos de confianza y organizó un plan para desviar, con canales, la corriente de otro río más lejano, pero más caudaloso. Explicó que podían así tener agua suficiente hasta que llegaran de nuevo las lluvias, así esperaran para eso algunos años.
Entusiastas, los campesinos tomaron sus utensilios de labranza y partieron a desviar el agua hacia los campos de cultivo.

Pasaron unos días en los que otros, que tenían fuerzas para caminar grandes distancias, les hacían llegar los alimentos preparados para el pueblo. El honesto les mandaba raciones más grandes, porque estaban trabajando más, y necesitaban fuerzas. El prudente les mandaba decir que trabajaran con calma, para que la obra quedara lo mejor posible.
Cuando llegó el canal hasta sus tierras, se alegraron de momento, pero algunos hicieron notar que el riego no servía de nada, porque no había nada sembrado, que había qué esperar meses antes de que pudieran preparar los surcos, las semillas, y todas esas cosas que hace la gente del campo.
Pero entonces, habló el último de los poseedores de árboles:

-Aunque estaba desanimado por la falta de lluvia, yo me ocupé todos los días de mantener la tierra floja alrededor de la siembra. Mi campo es muy grande, y está listo para recibir el agua. Ayúdenme a cuidarlo y, cuando cosechemos, el fruto será para todos.

Por supuesto, su árbol también tenía algo qué decir:

-"Llegó tu tiempo,
con él la ganancia;
tú eres el Maestro
de la Perseverancia".

Y, al decir esto, de entre sus ramas salió, en persona, nada menos que Alquimus Sofis, con el rostro sin arrugas, sus ropas nuevas, de colores brillantes, inundando con alegre sonrisa a la gente de todo el pueblo. Lo último que le escucharon, antes que desapareciera sumergiéndose en el canal, fue:

-"Yo les di semillas a muchos de ustedes. La mayoría las desperdiciaron por ansiosos, otros simplemente no las merecieron. Pero los pocos que me creyeron, que supieron escucharme, son los que ahora han salvado al pueblo entero de una catástrofe. Como a ellos deben sus vidas, los nombraré ahora "El Concejo" y, cuando exista algún problema, deben, por sus virtudes, dejar que decidan, dialogando, el rumbo a seguir. Confíen en ellos, como ellos confiaron en mí, y verán que sus vidas tomarán buen rumbo. Yo siempre estaré cerca, porque estoy en todos lados, pero sólo gente como ellos me sabrá escuchar. A través de ellos hablaré para siempre".

No faltó quien preguntara:

-Alquimus Sofis, ¿tú quién eres?

Y contestó, disolviéndose poco a poco:

-"Yo soy El Conocimiento"

.

Ana Zarina Palafox Méndez
Miércoles 26 de marzo de 1997

 

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