AMABLIX
El dragón que nació buena gente.

Amablix nació en una familia "bien educada". Sus primeros recuerdos fueron felices, jugueteando en la caverna que usaban de madriguera, bajo la mirada vigilante de sus papás. Cuando empezó a salir, siempre acompañado, a lugares cercanos, siempre fue sonriente. Le encantaba acercarse a otros dragones, olerlos, sonreír más, mirarlos a los ojos y, cuando empezó a hablar, hacer plática con ellos. Los dragones más grandes que él -que eran casi todos- tenían siempre cosas nuevas e interesantes para contarle.
Siempre se despertaba tempranito, y en las noches no quería irse a la cama, porque el mundo estaba lleno de maravillas, y él quería conocerlas todas, experimentar con ellas. Decía que "dormir es perder el tiempo", y bajo esa idea aprovechaba al máximo la vida.
Descubrió el milagro de las semillas: fascinado contemplaba cómo, de una bolita pequeñita, surgía una planta. De alguna manera la semilla iba colocando sus hojitas, raíces y ramas, como si supiera desde siempre la forma del árbol grande, grande, alto y frondoso. Como si la semilla ya trajera un plan, y sólo fuera cosa de tiempo para realizarlo. Por eso a Amablix le encantaba sembrar, y pasaba muchas horas en la poca tierrita que tenían a la entrada de la cueva plantando frijoles, aguacates, duraznos, elotes y cualquier otra cosa que encontrara entre las sobras de la comida.
Cuando le dijeron que tenía qué ir a la escuela, en vez de enojarse como todos los dragoncitos -y los niños, y los potros, y los becerros-, se puso feliz. Porque entendía que la escuela era para aprender, que había dragones adultos que sabían muchas cosas, y estaban ahí para compartirlas. Además, esperaba conocer a más dragoncitos pues, hasta ese momento, él había crecido solo. Y el primer día de escuela salió feliz de su casa, casi remolcando a su mamá para llegar más pronto a ese lugar maravilloso. Además, el día anterior le habían comprado una caja de lápices de colores, crayones, cuadernos blancos, limpiecitos y otras cosas hermosas que ansiaba estrenar.

La escuela sí era algo especial. Como le gustaba platicar con todo el mundo, al final del día tenía muchos amigos. Y lo mejor es que a estos sí los iba a ver diario, no como a los adultos que sólo encontraba ocasionalmente. Le dio tanto gusto, que empezó a compartir con ellos sus finísimos lápices y crayones, cuando los dragones grandes los invitaron a dibujar. Y sus amigos estaban muy contentos también, trabajando todos juntos, sonrientes, descubriendo cosas nuevas.

Al mediodía su mamá llegó a recogerlo y Amablix estaba rebosante de felicidad. Quería contárselo todo. Le dijo cómo había dibujado, cómo había recortado unas figuras de papel de colores, para pegarlas en un botecito, que había jugado en el patio, lo bien que se sentía cantar, moviéndose en una gran rueda y tomado de la mano de sus nuevos amigos. Cómo había corrido en ese jardín que era mucho más grande que el de su cueva, para luego girar en el pasto, riendo. Que sus maestros le dieron unos libros muy bonitos, para que los fuera leyendo y resolviendo en su casa, hasta le marcaron con lápiz unas páginas para que empezara esa misma tarde, y él estaba seguro que las iba a acabar y quería hacer más, porque le gustaron muchísimo. Y le quería decir cuánto habían disfrutado sus compañeros los lápices y los crayones. Estaba feliz de que su mamá se los hubiera comprado. Pero... sin explicación alguna, la cara de su mamá empezó a ponerse seria, y luego muy enojada. Hasta se asustó, de tan duros que se le había puesto los ojos, con la frente toda arrugada de mal humor, y la boca toda para abajo, enseñando los colmillos de dragona. Amablix pensó que lo iba a morder pero, en vez de eso, le empezó a dar de nalgadas.
-¿Quién te dijo que les podías prestar tus colores a los demás? ¡Eran para que los usaras tú! ¿Qué, no ves que costaron mucho dinero? ¡Que sus mamás les compren los suyos! ¡Y con razón vienes todo sucio, lleno de pasto y de tierra, si te estuviste revolcando en el suelo! ¡Y espero que, ahora que sabes recortar, no me dejes "picotillo" de papelitos por toda la cueva, y los muebles llenos de pegamento, con tus manos embarradas!
Amablix no entendía nada... si en su casa todos usaban las cosas de todos, ¿por qué no podía ahora compartir con sus amigos? Además, los maestros dragones lo animaron a tirarse en el pasto, y estaban jugueteando con él. Y de la recortada, hasta le dijeron que estaba bien que hiciera más cosas bonitas en su casa. ¿Qué le pasaba a su mamá?
Aguantarla gritándole y pegándole en todo el camino a la cueva no fue lo peor. Cuando llegaron, él estaba muy hambriento, después de toda la mañana en la escuela. Y la comida olía deliciosa, así que corrió a la mesa y se sentó. Pero en vez de servirle su sopa... su mamá le quitó de un golpe los platos y, en vez de ellos, le puso sus libros enfrente.
-¡No vas a comer hasta que no acabes la tarea! ¡No quiero dragones burros en la casa! ¡Seguro que si te doy de comer ahorita, vas a decir que tienes sueño, luego te vas a poner a ver la tele y a jugar boberías y vas a llegar mañana a la escuela sin nada!
-Mamá... pero si yo ni veo la tele. Además, ¿cómo me voy a dormir si no es de noche? ¿Qué quiere decir "boberías"? ¡¡Tengo hambreeeeee!!
-¡Nada! Ahoritititita mismo te me pones a hacer la tarea. Y si terminas, comes.
El mundo cambió por completo, y para siempre. Amablix no sólo aprendió cosas maravillosas en la escuela. También empezó a aprender cosas feas. Los libros se pusieron feos porque él tenía mucha hambre, y las actividades entretenidas, estimulantes, se volvieron una especie de castigo. Su mamá se veía horrorosa, amenazándolo con el fuego de sus fauces todo el tiempo que él, nervioso, pasaba el lápiz por el papel y las rayas le salían más chuecas que nunca. Y se sentía culpable de haberse divertido tanto en el pasto con los otros niños. Y le preocupaba al día siguiente no prestarles sus colores. Es cierto, se habían perdido dos lápices, pero estaba seguro que no fue por mala intención, además quedaban muchos todavía. Y si se los prestaba mañana, su mamá le iba a pegar otra vez. Pero ni modo que se quedara solo en un rincón escondido usando sus cosas... además no iba a poder salir al patio, porque se ensuciaba, y si entregaba esos libros con las rayas todas chuecas y temblorosas, le iban a decir los maestros que estaban mal hechas, y eso él ya lo sabía. Sus libros se empezaron a emborronar con las lágrimas...
El día siguiente fue peor. Le dijo a un dragón gordo que no podía prestarle sus crayones porque eran muy caros y su mamá los había comprado, y el otro se enojó y le pegó. Mientras Amablix lloraba, los otros dragoncitos lo rodearon y le empezaban a gritar: -¡Marica, egoísta! ¡Llora como lagartija chiquita!- y se reían mucho, lo empujaban y le quitaban sus crayones y los rompían. Cuando lo vio su mamá, con un ojo morado y sin crayones, le pegó otra vez, y lo regañó mucho. ¡Esos sí que eran líos! O le pegaban en la escuela, o en su casa, o en las dos... ¿Qué hacer?
Y desde entonces, cada día fue "más peor" que el otro. De cualquier manera, Amablix seguía levantándose tempranito diario, con muchas ganas de aprender más cosas. Y cuando los otros dragoncitos lo dejaban en paz un rato, corría a la biblioteca y leía todo lo que podía. Y mientras en clase el maestro repetía y repetía mil veces algo que otros dragoncitos no entendían, él aprovechaba y adelantaba la tarea, o leía otros libros más. Y en los exámenes le iba muy bien, porque se acordaba de todo muy fácil. Y eso le daba gusto.
Siguió sin entender muchas cosas, pero no de la escuela, sino de los otros dragones. Si él sacaba un nueve, algunos de sus compañeros le pegaban o le hacían burla. Los maestros le decían que era porque le tenían envidia. Su mamá le pegaba porque era un nueve y no un diez, y lo hacía borrar sus libros de trabajo y volverlos a resolver, aunque estaban bien desde un principio. Y los fines de semana no lo dejaba jugar como antes, diciéndole que se iba a cansar y no iba a rendir en la escuela; lo mandaba a dormir muy temprano, y él se aburría en su cama muchas horas antes de poder empezar a soñar. Cuando soñaba, le aparecía una puerta que lo dejaba asomarse, pero no podía cruzar. Eso lo desesperaba más.
Amablix aprendió que tenía qué gritar y pegar y ponerse enojado y rasguñar y echar fuego como los demás. A veces eso le ayudaba a que lo dejaran tranquilo un ratito en la escuela, pero con su mamá nunca funcionaba. Ahí siempre le iba mal. Le gustaba que su mamá se entretuviera, porque al menos eso lo dejaba estar en su cuarto aprendiendo. Disfrutaba muchísimo esos ratitos de soledad. Y así creció.
De joven, se volvió un dragón muy miedoso. Estaba seguro que el bosque se llenaba de amenazas que lo perseguían. Y cuando algún otro dragón, conejo, princesa o mago le sonreían, él no respondía, pensando que era lástima o burla. Ya no sentía que pudiera hacer amigos. Trataba de estar solo y, si tenía qué hablar con alguien, siempre estaba listo para defenderse. A veces los pájaros querían jugar con él y le hacían cosquillas en el lomo, a lo cual respondía con mordidas, arañazos y bocanadas de fuego. Entonces corría a refugiarse a su cueva, se aseguraba que su mamá estuviera ocupada, y se encerraba a hacer cosas interesantes. Claro que esto tenía también sus ventajas: mientras otros dragones estaban afuera jugando, o solamente platicando, él estaba aprendiendo más, dibujando más o escribiendo historias. Amablix tuvo una vida de lo más creativa, aunque se sentía solo. Y además le dio por dormir mucho en el día. Cuando la cueva estaba tranquila en la noche, él se despertaba y hacía más cosas. Le encantaba oír a su mamá roncando, en vez de gritando.
En la época en que muchos de sus compañeros de escuela ya trabajaban y tenían esposos, esposas y dragoncitos, nuestro dragón seguía solo. Ya no sentía las mismas ganas de aprender en los libros. Incluso, cuando leía, no entendía como antes. Llegó a pensar que se le había dañado el cerebro. Descubrió, en cambio, que le gustaba mucho viajar, porque en lugares nuevos siempre hay cosas nuevas, a veces mucho, muy diferentes a las del lugar donde nacimos. En esos viajes fue entendiendo que los dragones son todos distintos, con vidas e intereses muy particulares.
Empezó tratando de platicar con los dragones extranjeros. Esto se le hacía fácil, porque siempre tenía muchísimas preguntas qué hacerles, sobre sus lugares, sus comidas, sus magos y alquimistas -y es que le empezaban a interesar mucho los alquimistas-. Ya iniciada la plática, le era fácil compartir cosas con ellos, total ahí, lejos, su mamá no podía regañarlo por eso. Y les prestaba su pasta de dientes -muy apreciada entre los dragones-, sus camisetas y hasta les daba probaditas de su comida. Y ellos respondían igual. Era como si, fuera de sus territorios, todos los dragones se volvieran amables y se necesitaran unos a otros. Aprendió a entenderse con ellos.
Y entonces empezó la magia.
En un viaje para el país de Oc, conoció a una druida. Era una mujer que no se parecía nada a las dragonas. Más bien tenía apariencia de hada. Su mirada apacible le gustó de inmediato. Amablix exprimía su cerebro para intentar hablar el lenguaje druídico, porque sentía indispensable aprender de ella lo más posible en los pocos días que la iba a tener cerca. Él la acosaba con preguntas día y noche. Ella respondía a todo, relajada y sonriente siempre. Como si siempre supiera las verdades más profundas y, al ver que Amablix ponía atención infinita, le dijo cosas muy importantes que no están en los libros.
Cuando regresó del viaje, su vida siguió como siempre. Casi olvidó el encuentro con la druida. Pero quiso el destino que al año siguiente Amablix rondara de nuevo el país de Oc. Él quería encontrarla otra vez, pero no pudo. En vez de eso, aparecieron otros magos, se cruzaron castillos muy especiales en su camino. Hasta encontró una catedral parlante... ¡Sí, parlante! Cuando entró, escuchó muchísimas voces hablándole al mismo tiempo. Y sabía que estaban diciendo algo importantísimo. Sabía que, de entenderles, iba a comprender todo cuando sucedía en el Universo. Pero estas voces hablaban un lenguaje distinto, sonaba como el de Oc pero más viejo y decidió que, al regresar, iba a aprender esa lengua. El pobre Amablix pasó el viaje vuelto loco, tirando bocanadas de fuego, rascándose las orejas a ver si se las limpiaba y entendía algo, yendo de castillo en castillo, de catedral en catedral, de catedral en castillo, buscando esculturas en las veredas, levantando arbustos a ver si encontraba duendes, en fin, no sabía para dónde correr. Por todos lados encontraba cosas que ya sabía, y no sabía para qué las sabía, revueltas con otras que no sabía, pero quería entender. Estaba en la puerta de algo importantísimo.
Ahí su vida ya no continuó como siempre. De nuevo en sus parajes, sentía que toda esa madeja de conocimientos seguía incompleta, pero al menos tenía algunas hebras en la mano y, aunque no les viera el final, podía remontarlas. Decidió que, aunque le tomara tres, siete y más años, iba a desenredarla. Y no podía describirlo, pero era como si hubiera salido por una puerta y regresado por otra distinta. Su casa ya no era la misma. Sus libros crecieron, brillaban raro. Y tenían huecos, también. De golpe comprendió que sus años de soledad no fueron sino una oportunidad para navegar dentro de sí mismo, y aprendió incluso a amar esos momentos antes tan dolorosos.
Temió por su salud mental. Por un lado, no sentía lógico que ahora estuviera dándole gracias al dolor; por el otro, empezó a ver hadas, magos, brujas, druidas y alquimistas por todos lados. A ratos pensaba que eran los mismos dragones que tanta tristeza le habían causado antes, disfrazados para burlarse otra vez. Pero sentía algo distinto... todos estos extraños personajes aparecían cuando él tenía preguntas, como si se pusieran de acuerdo para construirle una escuela grande que lo siguiera a todos lados: daba la vuelta a una esquina, veía un vitral raro, y junto a éste no faltaba algún ser que, sonriendo disimuladamente, le diera alguna pista para saber qué representaban las figuras. Entonces corría a su cueva, y la magia había llenado alguno de los huecos de sus libros viejos con la información que necesitaba en ese momento. Peor aún: los libros más mágicos eran los que su mamá -ya muerta- le había dejado. Siempre que encontraba en uno de éstos la referencia a otro, este otro aparecía en el mismo librero. Y entonces salía, o hacía otro viaje, y en el camino encontraba más cosas que decían los libros y que todavía no había visto. Vagamente empezó a recordar que una vez, con una sonrisa extraña, su mamá le había dicho que su abuelo era humano... y alquimista.
Después de tantas lecturas y duendes, una idea se empezó a perfilar en su mente inquieta. Primero transparente y diluida; después, obsesiva: ¿y si buscara a los alquimistas? Tal vez podía encarar a alguno de ellos, y gritarle de frente -¡Yo quiero aprender! ¿Qué pasaría? ¿Lo tacharía de loco? ¿De desquiciado? ¿Le diría que quién se creía para pretender llegar hasta allá? Pero nada perdía con probar. Total, no podía quedar más dañado de lo que había estado en la escuela... pero decidió olvidar la idea.
No tuvo qué buscar mucho; un día, caminando, estuvo a punto de morir de un infarto: ¡encontró la puerta que soñaba de chico! Y una fuerza ajena le obligó a tocar. Una, dos, tres veces... impaciente, y la puerta se abrió en silencio. Entró cauteloso y, en la semipenumbra, vislumbró un grupo de humanos, con trajes antiguos de mago, sonriéndole amistosamente. Después de disfrutar un rato la silenciosa bienvenida, se acordó que él era sólo un dragón y quiso disculparse y salir de nuevo, cuando el más viejo de ellos -que se llamaba Alquimus Sofis- lo abrazó con cariño y lo llevó frente a un espejo... Amablix esperaba su reflejo de dragón, su cuerpo escamoso, verde turbio y sus fauces amenazantes. ¡Pero lo que encontró fue un ser humano! Con un brillante traje de alquimista, con la piel tersa y la sonrisa abierta, entendió que todos esos años estaba tan inmerso en su dolor y sus estudios, que nunca notó el paulatino cambio. En algunos lugares tenía todavía unas cuantas escamas, pero los otros alquimistas le explicaron que eso era temporal. Que, de hecho, sólo se trataba de que recorriera independiente la primera parte del camino, de acuerdo al plan de la semilla. Todos le contaron historias que, asombrosamente, se parecían mucho a su vida. Que poco a poco iba a entender lo que había pasado, que nada es azar y lo reconfortaron diciéndole que ahora, cubierto con el cariño de todos, podría acabar de quitarse las escamas, hasta que su superficie quedara lisa y recuperara la forma exquisita que alguna vez, hace mucho, había tenido. Que era como una semilla, él ya sabía para dónde crecer, nadamás necesitaba agua y, sobre todo, la maceta adecuada para establecer sus raíces y entonces se convertiría en un árbol grande y frondoso.
Le dieron unos libros nuevos, lápices de colores y crayones, instrucciones para hacer un trabajo y, al final, todos se tomaron de las manos en círculo, cantaron juntos con los ojos cerrados y después se abrazaron. ¡Sintió tanto amor!
Caminando solo en la calle, de regreso a su casa, a Amablix se le eternizaba el tiempo para llegar a empezar a hacer la tarea; él estaba seguro que iba a acabar y quería hacer más, porque los libros eran unas maravillas. Mientras unas pocas lágrimas le disolvían las escamas restantes, iba pensando que su esencia amable nunca había cambiado, que otra vez había entrado a la escuela, pero esta sí le gustaba mucho, mucho, mucho.

Ana Zarina Palafox Méndez
Noviembre de 2001

 

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