CUENTO DE HADAS

Hace poco más de un año encontré una sombra. Me intrigó que por un pequeñísimo rincón le brotaba luz. Como diría el poeta, una duda me hizo señas a diez mil kilómetros.
Lo dejé todo. Estuve ya allí.
Más cerca, percibí su olor. y descubrí un amasijo de plumas negras. Pero suficiente para estar alrededor. Para buscar una milonga y con ella tender un puente. Me pareció que brotaba el aroma de un foso de cocodrilos. Las negras plumas se convirtieron en grises tabiques. Pero un atisbo de luz había. Tal vez salía por el ojo de la cerradura. Me asomé, y no vi nada en el cuarto a oscuras.

Pasaron algunas semanas. De pronto, baja el puente levadizo, y una enorme puerta me lleva al castillo. Lo habitaba un cuervo. ¿Sería la bestia, o el príncipe? No sé cómo, pero estoy invitada a pernoctar en el laboratorio subterráneo. Duermo bajo un enorme microscopio. Y, gustosa, me dejo investigar. Bajo los resultados de la pesquisa, dejo las coordenadas de mi castillo. Parece que la bestia-príncipe no planea acercarse.

De los rincones oscuros, brota un torrente de golondrinas. Lustrosas, brillantes. Creí reconocerlas. Me permití tomar algunas. Con plumas de su pecho elaboraba tierno brebaje, cuando, para mi sorpresa, el cuervo emprende el vuelo y llega a mi nido.
En sigiloso acecho, le muestro mis jardines. En los salones de baile, al contagiarme con la húmeda sensualidad de negros tambores, quise acercarme más. Cerré los brazos y me quedé con una extraña ave amarilla, temblorosa y casi efímera.
Discurriendo mansamente el tiempo, las flores que le pido las convierte en papel. Llega un día su trino desde más allá de los volcanes, convidándome a recorrer caminos en roja carroza, precedida por músicos mediterráneos. A hacer nuestros los mesones y hosterías. Al bañarnos en ríos de vino blanco, convertimos la luna en una enorme bola de cristal de donde brotan montones de poemas.
Se rodea con un capelo: -No intentes hacer pareja con un cuervo. Existe un maleficio. Anda curando una herida que hace algún tiempo sangra, y si la princesa intenta amar a la bestia, ésta desaparece. Además, te puede hechizar la druida gala y tú pasarla muy mal-.
Dentro del capelo existen tesoros, de cualquier manera. Un día se me permite entrar un momento y, al abrazar a la bestia, se convierte por una noche en príncipe. Puedo soñar pavanas, gavotas y gigas.
Un edicto real suspende mi negro vuelo. Tengo una misión en lejanas tierras del Norte. Bajo a tierra, preparo mi corcel, y me vuelvo juglar.
El príncipe me hace acompañar de emplumados emisarios. En los días en que no sale el sol, grazna alrededor y no me deja morir de soledad. Le envío mensajes con sus cuervos. Le quiero decir que comprendo. Que tener su alma es mucho más maravilloso que tener su cuerpo. Quiero correr a decírselo en persona. Envío una paloma con la buena nueva, que al llegar al castillo muere de frío.
Al retornar al reino y encontrar la paloma muerta, decido continuar mi vida de juglar, para buscar algún contra-hechizo en la Galia. Allí sí que hacía frío. El canto se vuelve llanto en el andar: añoro al corazón oscuro. Su recuerdo permanecido me inclina a beber tragos de sombra. Quiero ser su trovador, al menos. Envío otra paloma. Se hiela.
Al encontrar el reino helado por segunda vez, me refugio en la Primavera, a guardar un poco de calor, para llevar al negro castillo.
Paseándome por sus jardines, de casualidad me topo con la llave. Por un milagro, se abre de nuevo el portón.
El sol transforma de nuevo el castillo en azul palacio, y puedo dar la buena nueva. Los pájaros del bosque imitaron su voz. Y él me invita a cazar unicornios. Logramos domar uno. Lo hicimos propio, de algún modo. Encuentro que, en vez de un efímero amor, tengo un caballero aliado. Nos hacemos de una mesa redonda. Bendita música.
Una noche, ocultados tras mi carroza, quiere explorar bajo mi armadura. Me gana el desconcierto. Huyo. Me arrepiento de huir. Se arrepiente del acercamiento. Retomamos la mesa redonda.
Cruda consecuencia de las heladas. Mi nido está marchito, derruido. Comienzo a darle calor. El cuervo aparece con el pico lleno de ramitas. Me ayuda a colocarlas. Se va de nuevo.
Para la ceremonia del Fuego Nuevo, recibo una elegante esquela invitándome al baile de Palacio. Llego al festejo vestida de desconcierto. Celebramos el banquete con ruedas de bisonte molido. Al terminar, atraviesa los volcanes, cubriéndolo la nieve. Y cómo pasa el tiempo, que de pronto son años.
Días después me recuerda el capelo. Le recuerdo que no he intentado traspasarlo ya. Me da una esperanza a largo plazo, que ya no estoy pidiendo. ¿Qué pasa?
Empiezo a extrañar las palomas nocturnas. Las largas pláticas de andanzas pasadas y presentes a la luz de una fogata. El cuervo con garras de oro se empieza a convertir en cuervo con garras, a secas. Ataques, picotazos, graznidos de guerra. Soporto, pensando en su paso por el negro túnel de las pascuas. Lloro en silencio, me oculto en la madriguera. La princesa se convierte en rana.
Un día me atrevo a croar de dolor. El cuervo se rebela. Se convierte en halcón. Pero no se aleja. Se mantiene cerca para obviar su desdén. Baja, desgarra y vuela. Trato de tender puentes. El primer ministro me cuestiona sobre las relaciones reales. Evado. Intento, en la intimidad de la cámara de consejo, tender otro puente. Me encuentro con otra helada. A punto de desfallecer, huyo de nuevo, ahora hacia tierras de Oriente. A las pozas rituales de aguas cálidas. Confundo mis lágrimas con las aguas minerales. Quiero creer en su palabra de príncipe. Quiero creer que está saldado el malentendido.
Pero al regresar, contesta mi saludo con otro graznido helado. Ahora le toca a él ser juglar, en el Reino del Norte. Entretanto yo permanezco en la Tierra del Desconcierto y el Dolor, intentando escribir un poema épico que sea capaz de derretir la nieve de los volcanes.

Ana Zarina Palafox Méndez
Martes 13 de Febrero de 1996

 

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