EBENIZIX

Ebenizix, de pequeño, fue un dragón muy alegre. Todo el año se la pasaba haciendo cosas interesantes y, sobre todo, aprendiendo. Si algo le apasionaba era conocer el mundo, desde el insecto más pequeño hasta el universo entero a su alrededor.

Pero en navidad estaba más feliz que nunca. Como a todos, le encantaban los regalos, aunque para él eso no era lo más importante. Lo que verdaderamente lo cautivaba era el "calorcito" que sentía por dentro mientras miraba los foquitos "que hervían" en su árbol, y en la decoración de las calles. Le encantaba ver gente contenta por todos lados, oír cantar villancicos, comer lacitos de membrillo y arrullar al niño en casa de su abuelo. Le encantaba que su mamá lo mandara a dormir temprano en la nochebuena para ella, a escondidas, envolver los regalos. Y Ebenizix jugaba a que no se daba cuenta, y se hacía el dormido, mientras lloraba en silencio... pero de alegría.

Así fueron sus primeras navidades. Al morir su abuelo, ya no salía en nochebuena, pero sus papás le enseñaron las delicias de pasar la navidad en casa. Entonces comenzaron una nueva tradición: se dedicaban a cocinar toda la tarde del día 24. Su mamá picaba las nueces y las almendras, su papá inyectaba los condimentos al pavo y Ebenizix desmenuzaba el pan para el relleno. Así esperaban las doce de la noche, en que abrían los regalos, tronaban "cuetes" en la calle y brindaban.

Claro que todos crecemos... hasta los dragones. A Ebenizix le empezaron a pasar cosas "de adulto". Tuvo un matrimonio desafortunado, murió su mamá, se quedaron sin dinero, se cambiaron a una casa que estaba muy lejos; pero las navidades fueron siempre una tregua plácida y hermosa, llenas de foquitos y comida rica.

Pero hubo un año peor que los demás. Ebenizix había decidido olvidar su miedo y empezar otro matrimonio, que pintaba muy bien. Parecía que vivían muy felices él, su pareja y su papá. Hacia la mitad del año, a Ebenizix se le juntó todo: se enfermó (y no podía trabajar), su pareja lo dejó en el peor momento, chocó, estaba lleno de deudas, y además de mal humor todo el día. Se sintió solo y destrozado, su vida se le puso oscura.

Pero entonces, de la nada, empezaron a llegar ángeles. Muchos. Algunos con cara de preocupación, otros muy sonrientes, otros dulces, otros callados. Pero todos querían estar cerca, y hacer algo por él. Ebenizix los recibió primero con un gruñido pero ellos, con su cariño, lo hicieron poco a poco volver a sonreír. Un ángel lo llevó de viaje, otro lo dejó esconderse en su cueva color de rosa, otros ángeles tocaron música con él, otro lo acompañó al cine, otros más tuvieron la paciencia de escuchar largas horas de quejas...

Ebenizix acabó creyendo en los ángeles (antes era demasiado "científico" para eso) y se dio cuenta que el ángel más grande estaba con él en su casa, y era su papá. Pero, a pesar de eso, se seguía sintiendo solo. Ya era noviembre, se acercaba la navidad, y éste año sí que no quería celebrarla. Entonces decidió visitar a Alquimus Sofis. Sólo él podría hacer algo.

En la noche, en sueños (porque era la única forma), visitó a Alquimus en su castillo. Como siempre, éste estaba frente a sus retortas, al calor del crisol, elaborando piedras filosofales en serie. Cuando Ebenizix le empezaba a plantear sus dudas (que eran muchas, Alquimus lo interrumpió:
--No me preguntes nada. ¿Te acuerdas de la serpiente que se muerde la cola?
--Sí, --respondió Ebenizix. --¿Qué con ella?
--Para un dragón es un ejercicio fácil. Enróscate y muérdete la cola. Cuando ya estés así, métete a ti mismo, y busca bien.
Ebenizix sabía que era imposible rebatir a Alquimus, pues éste lo sabía todo. Haciendo un gran esfuerzo para sumir la barriga, se enroscó sobre sí mismo, se mordió la cola y, para su sorpresa, su cráneo lo empezó a "sorber" hacia dentro, en un vertiginoso paseo muuuuy oscuro...

Pensó que se iba a morir, porque vio pasar toda su vida ante sus ojos. Vio su infancia y adolescencia, vio sus vivencias horribles, pero también las hermosas. Luego pasaron junto a él todos los ángeles que había conocido ese año, se oyeron gritos de enojo, luego risas, luego palabras dulces y al final... silencio.

Entonces vio que estaba rodeado por La Navidad. Así con mayúscula. No la navidad pasada, ni la de hace tres años, no la primera de su vida, sino La Navidad. Sentía una ternura infinita, como si millones de manos le estuvieran haciendo caricias al mismo tiempo..

Supo que La Navidad, desde antes de ser llamada así, es una puerta hacia uno mismo. Es una pequeña parte del año en que todos los seres, en todas las culturas, en toda la historia, pueden abrazarse a sí mismos. Por eso a la gente le urge repartir abrazos, regalos, buenos deseos. Porque es tan grande esa ternura, que se vuelve necesario dejarla salir. Pero lo más importante que descubrió es que la ternura está en uno mismo.

Cuando despertó, a la mañana siguiente, no se acordó de nada. Pero amaneció muy sensible, hasta lloroso. Sólo que no era el mismo llanto amargo del día anterior. Sus lágrimas ahora se sentían bien, se sentían limpias. Y también él se sentía limpio.

Tenía que trabajar. Pero saliendo de allí, sin darse cuenta, en vez de ir hacia el metro, sus pasos lo llevaron hasta una plaza donde, en ese momento, empezaban a colocar la decoración de navidad. Y se perdió varias horas mirando los foquitos y llorando en silencio, feliz y liberado.

 

Agradezco que este año se me haya dado la oportunidad de aprender más que en ningún otro antes. Y de estar viva para darme cuenta de ello. Y de tener ángeles a mi alrededor.

Ana Zarina Palafox Méndez
Viernes 13 de Diciembre de 2002

 

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