Cuando la Tierra se enfada

 

Era una mujer enorme, amable. Morena y hermosa por sí sola, sin vestimenta alguna. Reposaba, relajada, en un valle entre montañas. Su vida transcurría junto al lago, con la calma de quien agradece cada día que llega, inocente y amorosa.

Hace muchos años, cuando los hombres admiraban la sencillez y la paz, algunos llegaron de tierras lejanas y la contemplaron. Embelesados con su hermosura, le colocaron unos breves ropajes que la hacían aún más bella. Compartieron con ella todo, y ella les brindó lo mejor de sí. Con amor de madre, de hermana, de hija... Disfrutaba de sus ropas, sencillas y blancas. Disfrutaba de su compañía. Supo que había permanecido inmutable en el valle, sólo por esperarlos.
Y cada día llegaban más, a pedirle su cariño y a brindarle su apoyo. Ella era feliz, por el respeto y amor que le prodigaban, y se hacía cada vez más hermosa, alimentada por las atenciones de esos hombres.

Un día llegaron otros hombres de más lejos. Al encontrarla divina, acicalada con adornos que armonizaban con su natural forma, se propusieron disfrutar de ella,
Sólo que estos hombres eran distintos, egoístas y agresivos. No contentos con integrarse a la armonía, hicieron la guerra, para exterminar a los otros, de los que quedaron unos cuantos, pero muy dañados y llenos de rencor. Los nuevos amos, que ésto es lo que eran, le quitaron sus ropas, destruyéndolas, y la vistieron de nuevo, según sus extrañas costumbres, y la tomaron como esclava.

Ellos no supieron corresponder a la ternura que, naturalmente, les brindaba: comenzaron a exigirle más y más. Ella era muy noble y accedía a sus deseos, sin pedir nada a cambio, pero le fue ganando la fatiga. Comenzó a arrugarse, a perder brillo; tanto la recargaron con adornos de mal gusto, que sintió escoriada la piel, herido su orgullo. Moría de tristeza porque, con todo, los quería. Más que explicar, suplicaba un poco de atención, sólo lo suficiente para recobrar su lozanía, su disposición amable.

Los hombres egoístas no hicieron caso de sus síntomas de desesperación, y continuaron exprimiéndola, abusando, colocándole horribles accesorios para hacerla más a su gusto. Y un día, ella, incontrolable, se estremeció.

Logró deshacerse de algunos de sus afeites, pero sigue incómoda. Fue una advertencia y, ahora, nos corresponde, a los hijos de todos esos hombres, recordar el trato que hicieron con ella nuestros primeros padres; respetarla y quererla, sabiéndole agradecer lo que nos brinda. Para que no tenga otro estremecimiento de agonía.

 

Ana Zarina Palafox Méndez
21 de septiembre de 1985

 

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