Lidiando con el burling
(una versión light del bullying)

 

Mis compañeras de 6to. de primaria y yo alguna vez nos fuimos a la Hacienda de Atlihuayán a pernoctar el fin de semana. Gracia -que era a la vez directora de mi escuela añorada y mamá de una de mis compañeras- nos prestó la Combi Camper azul, y nos encargó con su hija mayor y su, en ese entonces, yerno, que manejó la combi mientras alegremente cantaba repertorio de Oscar Chávez.
Después de dos días de aventura, de nadar en la alberca helada, de ardernos la piel con el sol, regresamos atravesando el tráfico de domingo en la tarde.
Horrorizadas, notamos que habíamos dejado destapada la salsa catsup -y no sé cuántas cosas más- en el pequeño refrigerador de la Camper, y toda la combi era un desastre de restos de comida. Gracia, sin perder los estribos, nos dijo que la limpiáramos, simplemente, y que se la regresáramos como nos la había dado.
Pero en eso llegaron mis papás por mí, llenos de prisa. Me exigían que ya nos fuéramos, y mi madre no me creyó que TENÍAMOS que limpiar la Combi. Con la burla y el despotismo que le eran característicos, dijo algo como "nomás quieres chacotear con tus amiguitas otro rato, eres la insaciable, ya vámonos". Me puso entre la espada y la pared y ni hablar, nos fuimos.
La semana siguiente, no sé si dos días o cinco, a mí me pareció toda la eternidad, mis compañeras me hicieron "la ley del hielo", tachándome de irresponsable por dejarles la limpieza a ellas. Tampoco me permitieron explicarles que no dependió de mí. Y realmente hubiera disfrutado ese rato extra de convivencia, limpiando la Combi. Hubiera sido, como decíamos en mi escuela, cerrar el ciclo.

Para una niña sin hermanos, y sin frecuentar a sus primos ni vecinos la amistad y convivencia con sus compañeros de escuela es casi la única forma de entender cómo insertarse en el tejido social, al menos mientras tiene corta edad. Esa "ley del hielo" dolió muchísimo, duele todavía como un exilio, un destierro.
Peor, si no hay una guía materna que la ayude a comprender esta estructura social. Todavía peor, si la madre le hace sentir, reiterada y cotidianamente, que las actitudes de la niña son inadecuadas, que jamás se porta lo suficientemente bien -nunca me explicó en qué consistía "portarse bien", que la niña fue un engendro inadecuado, por todos lados.

Tengo recuerdos muy vívidos desde que tenía menos de dos años de edad. Una curiosidad infinita, estimulada por mi papá, me hacía revisar a cada insecto que se me aproximaba, cada aparato doméstico, cada material -como papel y madera- que se podía trabajar, transformar. Mi padre me enseñó a usar el tocadiscos correctamente, y a elegir lo que quería escuchar, así como a trabajar algunos materiales inocuos. Incluso tuve los conocimientos técnicos para ayudar a mi madre y a mi madrina a quitar los barrotes de mi cama, aquel prometido y glorioso día en que ya no necesité pañales: ellas estaban batallando con desarmadores, yo llegué con el berbiquí.
Como nací también en una casa forrada de libreros, con padres lectores de tiempo completo, la urgencia de participar en ese "mundo real" me hizo aprender a leer casi sola, ayudada por un programa de alfabetización para adultos que pasaba en la TV.
Mi madre -que no emitió palabras ni de sorpresa ni de reconocimiento, mucho menos de halago- al menos tuvo la lucidez para comprender que ella no tenía la paciencia para enseñarme caligrafía. Entonces -ella era secretaria ejecutiva- me enseñó los rudimentos para usar la máquina de escribir: cargar la hoja de papel en el rodillo, reconocer y oprimir con fuerza las letras para que fueran apareciendo "pintadas" en el papel, regresar el carro y cambiar de renglón. Ahí fue que, alrededor de los tres años de edad, antes de asistir al kinder, comencé a ser escritora... relatos breves, listas de compras -con todo y presupuesto, imitando a mi madre que le ayudaba a hacer cuantificaciones de obra a mi papá-, pequeños versos nonasílabos con pie quebrado

"-No hay líos en qué meterse,
no hay cosas en qué aburrirse,
no hay amor,
no hay temor.

-Pero yo sí soy aburrido,
pero yo no soy divertido,
no tengo amor,
sí tengo temor."

Un día, quien había sido jefe de mi madre en su último trabajo antes de casarse -y parirme-, estaba de visita en la casa. Yo lo escuchaba repetir una y otra vez que jamás iba a encontrar otra secretaria tan buena como mi madre. Entonces fui a mi recámara y, en la máquina de escribir, hice mi primera -y creo que única- solicitud de empleo:

Don Luis Andresen:
Ya sé escribir a máquina, y estoy practicando con los libros de taquigrafía. Voy a ser muy buena. Por FABOR contráteme.
Zarina"

Regresé a la sala y, con cara de orgullo, se la mostré a Don Luis. Casi le da un infarto de admiración y felicidad. Sin habla, le extiende la hoja a mi madre.
Ella tomó la hoja, la leyó y, acto seguido, me dio dos manazos:
-Vete a tu cuarto, y no salgas hasta que acabes una plana de FAVOR con "ve chica". ¡No se escribe con "be grande", no quiero volverte a corregir una sola falta de ortografía en toda tu vida! ¡Y no me llores, que te doy de nalgadas!

Entré al American Kindergarden, a la vuelta de nuestra casa en la Romero de Terreros. Tenía yo tres años y, haciendo cuentas porque sí se me había olvidado, fue alrededor de octubre de 1968, porque estaba apenas empezado el año escolar. Mi madre me llevó a ver la escuela, a hablar con la Señora Tena -directora. Cuando acabó de arreglar lo de la colegiatura, la Señora Tena, con una sonrisa, me preguntó:
-¿Te quieres quedar de una vez, o te traen mañana?
Yo me solté de la mano de mi madre y le pregunté a la Señora Tena cuál era mi salón.

A mi madre le encargaron una cajita de 8 crayones. Ella me compró la caja grande de Crayones Carmen -creo que era de 24- para el kinder. El día que los estrené estaba muy contenta, y los compartí con mis compañeros. Por supuesto que, al llegar a casa, los llevaba incompletos. Entre nalgadas me espetó:
-¡Yo te compré tus útiles para que los uses tú, no para que los andes prestando! ¡Métete a tu cuarto, estás castigada, y no sigas llorando, no hagas berrinches!
Y diciendo para sí misma: -más vale una nalgada a tiempo -me dio una pastilla Tensofin (ahora me entero que es Fluphenazine) para que me calmara.

Como ya sabía leer y aprovechando que éramos sólo 3 alumnos en el grupo, al segundo año de los tres que estuve en kinder ya me ponían a sumar y restar, a copiar poesías en letra manuscrita, a responder preguntas simples sobre narraciones breves, con un libro maravilloso que se llamaba "Alma infantil".
A mi deschavetado padre se le ocurrió que sumar y restar era lo único que yo necesitaba para solucionar ecuaciones simultáneas de primer grado con dos incógnitas, y me enseñó, así como a hacer operaciones simples con la regla de cálculo. Le encantaba presumirme con sus amigos, para ver las caras de incredulidad de ellos, y los retaba a ponerme las ecuaciones, para que comprobaran que no eran respuestas aprendidas. Yo lo disfrutaba también. Esos tres años los pasé bien en la escuela, aunque no del todo bien en casa, porque seguí sin entender en qué consistía "portarse bien".
En una ocasión realicé un experimento tomado de los libros "Mis primeros conocimientos". Éste exhibía dibujos de electrones dentro del cable eléctico. Empeñada en ver en vivo a los electrones, encontré en la caja de herramientas de mi papá una clavija con cable, que acababa en un corte.
Abrí los dos segmentos del cable, lo suficiente -pensé- para poder ver a los electrones brincando de un lado a otro. Introduje la clavija en el contacto y...

¡Tddddzzzzzzzzzzz!

...quemé la instalación eléctrica de la casa. ¿Qué siguió? Nalgadas, manazos, encierro, gritos, lloridos, Tensofín, lloridos leves, sueño.
¿Dónde estaba mi papá? Trabajando, Cuando él llegaba a casa, mi madre lo recibía disfrazada de Torquemada, hacía las acusaciones pertinentes e impertinentes sin derecho a réplica. Él entraba a mi cuarto, a veces a seguirme regañando, a veces a decirme que le dijera a mi mamá que sí me había regañado, pero siempre a decirme que saliera, le pidiera perdón a mi madre y le diera un beso. Siempre lo tuve qué hacer.
Incluso le pidió mi madre que invirtiera la chapa de mi recámara para que tuviera el seguro por fuera, aduciendo que le daba miedo que yo me encerrara y me pudiera pasar algo. Tal vez esa fue la razón, pero el hecho es que ella usaba la cerradura para encerrarme en mi recámara por horas después de cada regaño. Y yo, en cuanto escuchaba el clic del seguro, aventaba todos los muñecos y almohadas al suelo, lloraba a gritos un rato hasta que me desahogaba -o hacía efecto el Tensofin- y, ya sollozando bajito, empezaba a levantar todo el tiradero y, cada vez que levantaba un muñeco para acomodarlo en su lugar, le pedía perdón y le daba un beso.

Entré a primaria a la Escuela Activa Manchester. El primer día me sorprendí muchísimo cuando la maestra nos dijo que nos iba a enseñar a leer... ¿Qué? ¿apenas?
Pedí permiso para salir del salón, aduciendo que yo ya sabía, y quería buscar algo más interesante qué hacer. La maestra (Miss Lucy), sorprendida, me lo permitió. Al día siguiente, los sicólogos de la escuela, Lilia Perezgasga y Jorge Molina, me invitaron a caminar en el jardín. Como las gaviotas brillantes que aparecieron cuando Juan Salvador Gaviota se estrelló contra el acantilado, se pusieron a mis lados y, abrazándome, me preguntaron:
-¿Te gustaría que te pasáramos a segundo?
-y yo, entusiasmadísima, los abracé y les pregunté dónde estaba el salón.

Un par de meses después, pedí permiso para pasarme sola a tercero, y es que las matemáticas que enseñaban ahí eran interesantísimas: teoría de conjuntos, conjunción, disyunción, unión, intersección, vaya, los fundamentos para la lógica matemática, bases de datos y no sé cuántas cosas más.
En el salón de tercero descubrí un tesoro: las imprentas de Freyre. Caja tipográfica tamaño media carta, los tipos, espacios, estopa, aguarrás, tinta y papel revolución. ¡El paraíso! Comencé a ser editora... relatos breves, verso libre, compendios de noticias relevantes.
Como ya era lo bastante rara, y notable para los entusiastas sicólogos, tenía permiso de hacer lo que se me daba la gana porque, además, se me daba la gana de hacer muchas cosas creativas, y estar resolviendo libros de trabajo a gran velocidad. También se me dio la gana de pedir estenciles, rayarlos, calcular "en espejo" el espacio de mis dibujos para rellenarlo con estopa en las cajas tipográficas, y combinar texto con ilustraciones. ¡Un paraíso más grande! Comencé a ser diseñadora editorial...
En mi primero-segundo-tercero y despues, en un año normal, cuarto, estuve más bien resguardada por loos sicólogos. Sí asistía a las clases que me entusiasmaban, pero recuerdo poco a mis compañeros, como no fueran Héctor Santana y Orielle, con quienes me llevaban a los congresos de sicología, a demostrar teorías y métodos de nuestros sicólogos-gaviotas de cabecera, o Paula Ham-Su, con quien compartía el gusto por el aprendizaje, y me platicaba de su tía, propietaria del Teatro Blanquita.
Sí hubo un par de incidentes ligeros de "burling", pero se sobrevivía a gusto con los abrazos de Lilia, quien les quitaba importancia, y me redirigía a mis actividades "normales", y las estimulaba.
Además para cuando entré a cuarto, ya me acababa de enganchar con la música y las peñas folklóricas, ese edén en que me sigo refugiando de las inclemencias del mundo, y que se ha vuelto mi vida entera. Pero sigamos con el pasado. También me alié con Alan Miró y, juntos, estábamos editando un periódico escolar: noticias de la escuela, resumen de noticias de México, fotografías de Alan, combinando la imprenta, el mimeógrafo y hasta fotocopias, de esas prehistóricas que olían a amoniaco y las podías borrar rayándolas con las uñas. Con él asistí varios años al programa "El juicio de los niños" en la barra sabatina de Jorge Saldaña en el canal 13, cuando era del Estado. Llegué a los 8 años sintiendo las mieles de la realización personal en la escuela, y siendo aprendiz de ese DaVinci mexicano que fue mi papá.

¡Horror! El gusto me duró poco. Entrando a 5to de primaria, me encontré con el Diablo, personalizado en la única maestra normalista que me ha dado clases en mi vida.
Jamás nos entendimos. Y hasta ahora pienso que ella, como adulta y maestra, era la que tenía el deber de entenderme a mí. Ahí empezó el enfrentamiento con el planeta de los simios, el mundo real, o como más se me ocurra llamarle.
Jamás me creía que, cuando me volteaba a buscar qué más hacer, era porque ya había terminado los ejercicios que ella pedía. Jamás me dejó seguir con otro libro cuando ya había terminado el que nos hacía resolver. Antes de escucharme, tildaba de "pretextos" los argumentos que le iba a esgrimir... vaya, se empezó a portar como mi madre, con el agravante de que propició que los compañeros de clase me enjuiciaran "por diferente". Estimuló el bullying.
Reportes a mis padres en la boleta de calificaciones: "ésta niña estudia cuando quiere", "comportamiento inexplicable", "es muy voluntariosa", entre otras. Raro, porque siempre he estudiado cuando quiero y, dejando de lado ese 5to. de primaria, siempre quiero.
La peor escena que recuerdo fue un día que me estaba intentando entretener haciendo origami, y quise compartir esta técnica con mis compañeras de junto. Marta -que así se llamaba el Demonio- empezó a exhibirme ante el grupo y avergonzarme. Mi reacción fue meterme abajo de la mesa, en un torpe intento de desaparecer. Entonces escuché el gripo de Martha: -¡Patéenla entre todos, para que se salga! -Salí. Salí llorando.
Algún intento hice de decir en casa lo que estaba pasando y, por supuesto, mi madre desacreditó todas mis apreciaciones y no investigó más. Peor, esto propició que mi madre se empoderara más con sus regaños, nalgadas y tensofines. La única vez que he tenido calificaciones de reprobada, reprobé el año completo.
¿Dónde estaban Lilia y Jorge, los sicólogos? No lo recuerdo, sólo sé que no estaban ya.
En los programas de Jorge Saldaña conocieron mis papás a Gracia Elena Solís, directora de otra escuela, "más que activa", porque ella también llevaba a su hija a Canal 13. Le comentaron mi caso, y les dijo que me recibiría encantada en su escuela. Decidieron llevarme allí. Ella les ofreció, incluso, que entrara a sexto directamente. Mi madre se negó, y me tuvo todas las vacaciones encerrada, borrando las respuestas de mis libros de trabajo, y volviéndolos a resolver. Ella estaba segura de que reprobé por floja y tonta.

Estrené escuela. Ya platicaré de ella algún día con más detalle, fue maravilloso entrar ahí, a un lugar donde nos respetaron nuestras esencias de tal suerte que la que andaba todo el tiempo haciendo marometas, ahora es una exitosísima -la mejor de México- entrenadora de gimnasia olímpica, dueña de un gimnasio y comentarista de Olimpiadas; la que aprendía ruso, japonés y otras locuras, ha sido maestra de idiomas muchos años; la que quería cantar y bailar, tiene ahora un exitoso trío de mujeres de pulidas y hermosas voces; los que no veían el sentido de estudiar tienen, uno, un negocio de lanchas de fondo de vidrio en Vallarta y el otro es un rico cafetalero veracruzano.

Pero ya para ese tiempo había en mí dos daños hechos: la diferencia (aunque mínima) de edad con mis compañeros, agravada por la falta de entrenamiento social y, la peor, una autoestima deshecha, cuyo reflejo exterior era mi gordura y descuido estético: pelo enredado al que jamás le entraba un peine, pantalones -heredados de mi madre- sintéticos descosidos, leve incontinencia urinaria -que ocasionaba que tuviera qué pedirles sus suéteres a mis compañeras para amarrármelos en la cintura y no se viera la humedad en mis pantalones y, sobre todo, un nulo humor para las bromas.
Me explico: a otros compañeros y compañeras les gustaba bromear, se reían unos de otros, se contestaban ingeniosamente y se reviraban las bromas, incluso más tendiente a burlas. Yo no las soportaba y respondía llorando, insultando o agrediendo. Esto propiciaba que se ensañaran más conmigo.
¿Círculo de violencia? Tal vez así se llame. Y vaya que tenía yo tela de dónde cortar: insisto en la gordura, un lunar prominente en la mejilla izquierda, mi pronunciada nariz curva y, para acabarla, anteojos.
No todos los del colegio tenían una vida fácil: había hijos de padres divorciados -con mayor o menor civilidad, en cada caso-, un hijo de padre injustamente encarcelado porque confundieron sus investigaciones siquiátricas con narco, otra hija de madre soltera y posesiva, otra más cuyos padres tuvieron intoxicación con monóxido de carbono y resultaron muy dañados, de tal suerte que a los 12-13 años tuvo qué hacerse cargo de ellos internados en diferentes hospitales y de mantener a sus hermanos menores reunidos y en casa, otra más con un padre acusado de voyeurista, vaya, éramos un microcosmos social muy variopinto, y nada exento de complicaciones. Sé que no nos matamos entre nosotros porque era realmente una escuela muy especial.
Pero lo que sí sé es que no la pasaba bien. En lo académico fui muy feliz. En lo social, era un eterno vaivén entre querer que me quisieran, y recibir burlas -o bromas, pero yo no lo veía así- y sufrir por ello.
Sigo pensando que los conflictos que cada niño o adolescente lleve consigo, los adultos alrededor tienen el deber de detectarlos y sanearlos. Y -perdón, maestros- como la mayor parte de esos conflictos tienen origen en el hogar, sí son los profesores los indicados para, con mayor objetividad, detectarlos y proponer soluciones.
Argumentos de los maestros, como "te molestan porque te tienen envidia", "es broma, nomás ríete" o "si les haces caso, va a ser peor; mejor ignóralos", no me sirvieron de nada. Sigo sin empatizar con ese rarísimo sentimiento que llaman envidia, porque jamás la he sentido. Jamás he tenido el deseo de que a alguien le vaya mal sólo porque tiene algo -material, habilidad, físico- de lo que yo carezco. Entonces, hasta hace muy poco tiempo pude hacer un análisis "científico" de sus síntomas, para intentar reconocerla -que no tanto como comprenderla- y, al menos, guarecerme de sus efectos devastadores.

Después de terapias de varios tipos y triunfos de varios tipos también, sé que me gusto mucho, que me quiero, y que me hace feliz verme feliz. A partir de ello, me encanta reírme de mí misma, sola o con otros. Ya disfruto el juego de "todos nos reímos de ti, y luego todos nos reímos también de mí".
He usado mucho tiempo de autodidaxis para entender que no todos los niños aprenden a leer solos aedades tan tempranas. He leído muchísimo sobre niños superdotados, niños índigo, estimulación temprana, vaya, pero aunque todavía no decido cuál de estos enfoques es el que me define (si es que hay uno definitivo), sí entiendo ya cual fue mi rareza, y que ésta era una carga extra para lo adultos alrededor de mí, máxime en un mundo que tiende, cada vez más, a la estandarización cómoda.
He desarrollado defensas retóricas, verbales muy agudas para cuando es juego, pero también para cuando me afecta, y he aprendido a disimular cuando me afecta, para no ser vulnerada fácilmente. Claro que esto me ha dado una apariencia de "muy macha" que propicia que, si alguien me quiere lastimar, tira a matar, con todo. Pero ya no es frecuente, tal vez por respeto a mis canas.
He aprendido que sonreir por fuera tiene el mismo efecto en los neurotrasmisores que la real alegría y, de hecho, la propicia. También he aprendido a rodearme de gente feliz, y huir de los infelices, porque todavía me afectan.
He logrado, a 25 años de la distancia de la muerte de mi madre, atenuar su sombra oscura y creo ya haberme explicado la mayor parte de su actitud destructiva y -para hacerlo más complicado- contrastante. Nadie puede dar lo que no tiene.
Y tanto he logrado, que no perdono a quienes me hicieron burling, bullying o chingaderas, porque no hay nada qué perdonar. Cada quién venía de sus propios conflictos, de sus propias familias difíciles, o de la crueldad de sus hermanos mayores, o de un sistema social muy enfermo.

...pero eso no evita que, cuando veo a una madre maltratando o exhibiendo a su hijo, o veo a personas agrediendo o avergonzando a otras, "cierre la boca" pero como bulldog, con las mandíbulas trabadas, y quiera traer un arma larga para exterminarlos.

Ana Zarina Palafox Méndez
Lunes 19 de mayo de 2014

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