¿Inteligente o sicópata?

A propósito de un comentario que leí en Facebook aduciendo que Peña no es tonto porque, si lo fuera, no hubiera llegado a la Presidencia, comento:

Triste población que somos, que confundimos inteligencia con astucia. Un astuto (sicópata, además) puede llegar a donde quiera y el Mundo ahorita está regido por ellos. La inteligencia, para bien de la humanidad, debe estar acompañada de ética, empatía, preparación y bondad. Si no lo está, es destructiva o, al menos, inocua.

Amplío, con una gráfica simplista:

  1. Bondad 2. Maldad
a. Inteligencia 1a.
Grandes
próceres
2a.
Tiranos
temibles
b. Torpeza

1b.
Tontos
útiles

2b.
Malandros
inocuos

Por supuesto, aquí estamos estableciendo valores absolutos de bondad y maldad, aunque generalizar siempre será peligroso. Pero partamos de este supuesto, en tanto que cada grupo cultural pretende tenerlos y regirse por ellos, al menos en su super yo social.
Faltan, a propósito, los otros atributos mencionados anteriormente (ética, empatía y preparación). Asumamos que la ética y la empatía están incluidas en la bondad, por ser causas de ésta, y el último en la inteligencia, porque por más brillante que una mente sea, sin preparación alguna (vivencial o formal) no se hace evidente.

¿A qué voy? Cuando una persona tiene inteligencia y bondad (cuadro 1a), tiende a ser un amable líder en su grupo social. Aquí pondría a líderes comunitarios, trabajadores sociales, la mayoría de los maestros entregados a su oficio y otros. Si ambas virtudes se exacerban, puede llegar a convertirse en iconos como Gandhi, Nelson Mandela, Salvador Allende o la Madre Teresa.

Si la persona es mala, pero torpe (cuadro 2b), no pasa de ser el malandrito infantil, como los que rayan los cristales a su paso o dejan caer su basura sin dejar de caminar (la única definición mexicana de naco que acepto), comparables a los niños de preescolar que le hacen gestos a otro. Dañan tantitito, pero no son de real importancia. Dada su torpeza, el daño no es mayor, y son cosas de rápida reparación, en caso de necesitarla.

Empieza el problema fuerte cuando estamos hablando de personajes inteligentes y preparados, pero carentes de ética y empatía, por lo tanto, de bondad (cuadro 2a). Ya estamos en los terrenos donde podemos situar a un Victoriano Huerta, a un Pinochet y a dos Bush (por no meternos en más detalles).

¿Quiénes quedan de tontos útiles, en el cuadro 2a? Pues la mayor parte de la población del planeta Tierra... según mis optimistas observaciones y la premisa de que el ser humano es bueno por naturaleza.
Incluso los que andan entre la bondad y la maldad, en una especie de limbo social, los indefinidos, tienden a portarse bien, aunque sea por esa también límbica combinación de miedo al castigo con necesidad de aceptación social. No serían capaces de rayar cristales o tirar basura, porque eso no se hace. Tal vez no sean lo suficientemente brillantes como para cuestionar por qué no se hace, pero no lo hacen. Responden a esa poda-programación a la que llamamos educación, desde su núcleo familiar. Ya no les queda memoria consciente de la reprimenda que enfrentaron en sus primeros años de vida, pero están condicionados a portarse bien.

El problema que tenemos ahora en el Mundo tiene qué ver con que esas actitudes de bienportancia social son cada vez menos premiadas. Es más, están castigadas ya en muchos ámbitos con salarios insuficientes, poca o nula presencia social o, de plano, estos individuos son tachados de tontos o calificativos peores. En una era en que reina el dinero como producto de acumulación de excesos, de excesiva producción (en manos de unos cuantos), de frases como "el que no transa no avanza", "si te dan, agarra; si te quitan, grita", "que roben, pero que salpiquen", se debilita ese precepto superyoísta de bondad social.

Ver a luchadores sociales y de derechos humanos, periodistas valientes, gente de pueblos originarios y hambrientos en la cárcel tiende a propiciar el desánimo social. Ver cómo tergiversan sus luchas los medios, contemplar las calumnias y difamaciones, desanima más. Y contemplar, por otro lado, los amparos y "liberaciones por falta de pruebas" de que gozan multicitados delincuentes de cuello blanco y manos sucias no sólo desanima: también propicia que los indefinidos se inclinen al lado de los gandallas.
No voy a detallar aquí el papel que juegan los medios, la música de moda y hasta los juegos de video en este ajo, ya hablé un poco de eso hace 11 años en
La Sociedad Sobreestimulada. Todo está diseñado en esta Matrix para desintegrar el tejido social, desarticular valores y desanimar personas. Ha habido muchos sucesos en la escena política y social del País que nos hacen pensar ¿seremos capaces de tolerar ésto? y lo hemos sido. Cuando lo observo desde la geopolítica es peor, porque parece que el presente entreguismo que padecemos en México es el único camino para evitar una invasión de peores y mortíferas consecuencias.


Un sicópata (también llamado sociópata) es alguien que presenta imposibilidad de empatizar y de experimentar remordimientos ante cualquier tipo de situación que normalmente lo provocaría, por esto mismo es que interactuarán con el resto de las personas como si fuesen meros objetos que utilizan únicamente para lograr sus objetivos (desde Definicion ABC). Otro texto más completo aquí.
Por el ejemplo de Hannibal Lecter, en
El Silencio de los Inocentes, mucha gente tiende a pensar en el sicópata extremo: el asesino serial pero la mayoría de los sicópatas no llegan a esos extremos. Viven entre nosotros, son encantadores en público y, cuando deciden hacer de alguien su presa, desde fuera parece que el que está loco es el perseguido. ¿Cómo lo logran? Pues precisamente porque la falta de empatía y remordimientos les permite un análisis libre de emociones y una planificación "con la cabeza fría". Ésto los pone en ventaja sobre los otros que, considerando los sentimientos ajenos, tienen un freno natural para la maldad. Son incapaces de sentir las emociones, pero aprenden a actuarlas en propio beneficio cuando es necesario y también las aprovechan en su acoso.

Ahora hagamos una reflexión hacia ese pasado utópico que, según nuestros mayores, "siempre fue mejor". Pensemos en el zapatero que trabajaba en una accesoria pegada a su hogar, y nos tomaba las medidas del pie para, con cariño y dedicación, elaborar nuestros zapatos, así como el sastre nos vestía el cuerpo, y las mamás hacían lo propio en las familias más desamparadas o las más dedicadas también. Pensemos en el México de ayer, en los vendedores que, con sus pregones a viva voz, anunciaban verduras que ellos mismos cultivaban, vendiéndolas de casa en casa. Recordemos con cariño nostálgico al afilador que mantuvo tantos años los cuchillos y tijeras domésticos en uso, y en el lechero que ordeñaba a sus propios animales para rellenar las botellas de vidrio o metal que las dejaba cada día frente a las casas. Podría extenderme hablando de esos personajes. Cada venta era un regateo ajustando el precio con el comprador; las variables en juego no eran monetarias, sino afectivas: ¿quién necesita más el dinero? Ninguno era capaz de cargarle la mano a una madre soltera, a una familia numerosa, a un pobre desempleado.
Entonces, la mayoría de los que elaboraban el producto final, lo vendían directamente. Los intermediarios se llamaban arrieros e importadores de ultramarinos y su utilidad radicaba en transportar los productos grandes distancias y, simplemente, cargaban a la mercancía el precio de su trabajo de transporte.
Según relatos de mi padre, los únicos abusivos locales eran los agiotistas (o usureros), cuyo pecado era no producir nada, sino prestar dinero con intereses. En la escuela me llenaron la cabeza de rencor hacia los grandes hacendados, las compañías mineras extranjeras y los exportadores de fruta, aduciendo que eran explotadores, y que pagaban salarios de miseria a sus peones.

En este presente surrealista, los usureros ahora se llaman instituciones bancarias, cajas de ahorro y compañías aseguradoras. Existen los vendedores de servicios que, en su mayoría, realmente son vendedores de aire, como aquel personaje de un programa infantil de los años 70's. Asesores financieros, casas de bolsa, compañías inmobiliarias, organizadres de eventos sociales y publicistas que se aseguran de cobrar mucho por convencer a las personas de que necesitan todo lo anterior. Vamos a sumarle los medios de comunicación (masiva, pero también directa como la telefonía celular y la Internet) que son, a la vez, producto y vía de venta de productos, generadores de opinión y herramientas del poder.
Y digo poder, cuestionándome sobre a cuál me refiero. Pienso en el poder político, por supuesto, pero hace rato sabemos que los gobiernos son títeres de las corporaciones transnacionales que, en unos pocos años, han ido monopolizando la producción, comprando industrias medianas y pequeñas. Estas últimas se ven orilladas a vender por falta de competitividad, ampliando más la brecha entre los dueños del dinero, y el pueblo raso.
Peor, y vuelvo a la sociedad sobreestimulada: en la medida en que la supervivencia, la evasión de la realidad y la desesperanza nos invaden, nos creamos menos espacios de preparación, reflexión y análisis, y necesitamos más distractores. Es un círculo cada vez más cerrado y, para muchos, ya sin salida. ¿Cómo pedirle al hambriento que llega fatigado a casa, que vaya por las noches a un círculo de estudios sociales? En una comunidad que antes fue agrícola y ahora tiene envenenada la tierra (con los herbicidas de Banrural) ¿cómo pedirles que no acepten una limosna del candidato en turno, a cambio de su voto? Más peor ¿cómo convencerlos de que no entreguen su credencial de elector a cambio de los pingües apoyos sociales o para la siembra?

No sé. Me declaro inepta, porque veo la huella de una sociedad gobernada por comerciantes sicópatas, y jamás he sabido cómo luchar contra ellos. Lo más, más peor de todo, es que ni siquiera creo en El Chapulín Colorado. ¿Qué hacemos?

Ana Zarina Palafox Méndez
Martes 16 de septiembre de 2014

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