Con mi celular en la mano...

 ...parezco romano de la antigüedad. Así decía una canción.
¿Será que los pueblos en decadencia necesitamos símbolos de status?

Recuerdo cuando solamente los médicos y los altos funcionarios necesitaban ser encontrados siempre. Entonces los doctores tenían su radiolocalizador, que emitía una alarma cacofónica y, al oprimir un botón, una voz más cacofónica aun dictaba un número de teléfono para que el aludido se comunicara. Era muy divertido contemplar al doctor intentando descifrar el mensaje, tal como nosotros sufrimos la caligrafía de sus recetas médicas.

Los Presidentes de la República tenían teléfono en el coche. Era un aparato descomunal, pesadísimo, instalado entre los asientos de adelante, con una ostentosa antena que rozaba bajo los puentes del viaducto.

Pero en ambos casos se comprendía la necesidad de ser localizable. Las emergencias y la toma de decisiones no podían esperar al día siguiente.

Cuando comenzaron los teléfonos celulares, eran artículos de lujo. También como cetros. Los hombres poderosos los colgaban de sus cinturones, las mujeres poderosas los traían en sus bolsos. Y ambos se iban de lado, porque estos ladrillos negros no eran precisamente portátiles. Y las personas comunes nos molestábamos mucho cuando, al ser distinguidos con unos minutos de la atención de los poderosos, aquel artículo se entrometía en nuestra conversación –normalmente petición— y perdíamos oportunidades.

Los aparatitos se fueron popularizando. El círculo de "celularhabientes" se extendió, descendiendo por capas sociales. La moda entre los "yupis" comenzó a ser quejarse de las llamadas "que duelen" –las de los cuates— y las que "duelen más" –número equivocado. Y es que solamente podía traer un celular quien pagaba todas las llamadas, de entrada y de salida.

Pero la Virgen de Guadalupe siempre ha escuchado los ruegos de sus leales y humildes servilletas. Y ante la catarata de plegarias de las clases medias y medio bajas, intercedió ante Dios por nosotros, y el Creador nos mandó la Gracia del "cero cuarenta y cuatro". ¡Divino recurso! Es más fácil controlar la economía cuando uno solamente paga las llamadas que salen. Y si alguien nos quiere llamar, ¡pues que pague! Es el precio de la estima, o la necesidad.

El verdadero milagro fue la multiplicación de los panes. Como tumores, los celulares empezaron a brotar de los cinturones y bolsos de toda la población urbana de nuestro país. Como hiedras, aparecieron módulos de compañías de telefonía en plazas comerciales, supermercados, bancos, cines y restaurantes. Hasta la piratería, siempre veloz y oportuna, dio un paso adelante al ofrecer fundas de colores, correas, aparatos reconstruidos y hasta clonación de líneas. Pero todavía había un problema: no toda la población puede pagar la renta mensual de este maravilloso servicio.

Ahora el milagroso fue san Isidro Labrador. Porque hizo "llover" tarjetas prepagadas. Ahora todos podemos tener "amigos" y "cajitas felices". Después de una inversión mediana, con el aparato incluido, ahora decides cuánto gastas, compras tu tarjeta y ¡gracias, santo mío! cuentas con cien minutos para utilizar como gustes. Momo hubiera sufrido un infarto si hubiera sabido lo fácil que resulta ahora "comprar tiempo". Entonces la venta se extendió a los puestos de periódicos, los cajeros automáticos y hasta los mercados sobre ruedas. Ni Julio Verne se hubiera atrevido a escribir que algún día, en algún lugar de la Tierra –o en todos—adquiriendo una tabletita de 8x5 cm. podría alguien contar con tiempo y libertad de expresión. Combinando el "cero cuarenta y cuatro" con las amigables tarjetitas, el mundo está resuelto. En cuanto "activas tu celular", pareciera que el Cosmos gira de otra manera. Ya jamás podrás sentirte perdido. Ni solo. Ni pobre. La humanidad entera cayó en la trampa.

Pero Momo nunca fue tonta. Detrás de tanta "amigabilidad" se reencontró con los hombres de gris. Los supo descubrir dentro de los aparatos, las tarjetas, las cajitas, el "cero cuarenta y cuatro".

Tal vez Momo sobrevalúa su privacidad. Tal vez su mundo de tiempo emotivo es anacrónico. Pero lo cierto es que jamás quiso un celular. Le daban miedo. Ella tenía por seguro que, si alguien la buscaba con sincera voluntad, la iba a encontrar tarde o temprano. Le iba a dejar recados. Momo amaba también el azar que la llevaba a toparse con personas interesantes con quienes tener conversaciones profundas. Y detestaba la idea de ser interrumpida por la sinfonía o vibración nerviosa del entrometido teléfono. Ella siempre prefirió colgarse del tiempo, para que este la llevara a través de sucesos inesperados. Cuando alguien, con la mejor de las intenciones, le regaló un celular, ella rápidamente descubrió que lo podía apagar, o simplemente dejar descargar. Y podía borrar los recados del buzón. Y, finalmente, devolverlo.

Además, descubrió a los hombres de gris. Un día sus pasos la llevaron a un callejón oscuro donde, a través de una ventana, pudo escuchar lo que decían:

--Ya no podemos sacar dinero de los ricos. Son demasiado cuidadosos, y además son cada vez menos. Tenemos que ingeniar algo.

--Creo que ampliando la base de consumidores, podremos obtener mayores ganancias.

--Pero, ¿cómo la ampliamos? La gente de menos recursos jamás va a gastar en esta frivolidad.

--Depende... podemos bajar aparentemente los costos, para que crean que lo tienen al alcance del bolsillo. Y ellos harán que sus amigos paguen el resto.

--¿Cómo?

--Con el "cero cuarenta y cuatro". Así, quien crea depender del celular, hará que, quien le llame, pague la llamada.

--Pero sus amigos tratarán de localizarlos de otra manera.

--Al principio sí, pero los "celularhabientes" con el tiempo descuidarán los teléfonos de su casa, dejarán de atender los recados, y obligarán a los demás a comunicarse con ellos por este medio. Seguro. No te preocupes, la clase media siempre se ha destacado por su falta de análisis, y jamás les pasará por la cabeza la cantidad de recursos que destinarán a la telefonía móvil. Simplemente mira lo que gastan en cervezas, "viñarreales", cigarros, video centros y chamarras de piel. ¿Alguno hace un balance anual de ello? No se dan cuenta de lo que desperdician. Verán el teléfono como algo útil, como un símbolo de poder, de modernidad. Lo difícil es que las primeras diez personas compren el teléfono. De lo demás, se encargarán la tele, la envidia y la ambición. En menos de seis meses, estoy seguro, todos creerán que no pueden vivir incomunicados. Todos lo necesitarán.

--Creo que tienes razón. Manos a la obra, pues.

Momo quiso contarle a todo el mundo lo que había escuchado. Pero ya era tarde. Los hombres de gris actuaron rápido y, cuando ella llegó, la miraron como quien mira a un ermitaño en tierra de ateos. Habló con muchas personas, incluso con sus ex-interlocutores. Con quienes antes había profundizado, filosofado. Pero no resultó.
Descorazonada, y dándose cuenta que sólo podía hacerse responsable de ella misma, reforzó su decisión de jamás volver a tener un teléfono celular. Pero ni así pudo salir de la desleal colecta de recursos. Por más esfuerzo que hiciera, esporádicamente llegaba el momento de tener qué comunicarse al "cero cuarenta y cuatro" y pagar su cuota involuntaria. Así se convirtió, inevitablemente y gracias a sus amigos, en una víctima más de los vampiros, los hombres de gris.

Ana Zarina Palafox Méndez
Mayo de 2002

 

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