Chilangolandia de mis amores

Después del equinoccio de otoño, no acostumbro salir de viaje. No sé... será algún recuerdo genético de cuando, en otras latitudes menos templadas, los humanos nos teníamos qué guardar junto con víveres suficientes para hibernar cómodamente, en el mejor de los casos.
Pues bien, así funciona mi organismo. Y aunque este año tuve una salida medio forzada pero grandiosa a San Andrés Tuxtla, Veracruz, a fines de noviembre, y bastante trabajo pendiente que me ha invadido los alrededores del solsticio de invierno (que festejo en forma de una Navidad sui géneris), este cíclico ánimo de estar en casa me brinda otros regalos maravillosos, y un descanso -siento- merecido.

Desde La Candelaria -mi habitual primer viaje al año, a Tlacotalpan, Veracruz- hasta Día de Muertos, todos los años me la paso recorriendo México. Adoro Veracruz -hasta casi una idolatría patológica. Y en otras regiones de mi país, normalmente me encuentro mejor que en mi enorme, monstruosa y conflictiva Ciudad de México.
Pero en fechas invernales, el famoso "maratón Guadalupe-Reyes" (del 12 de diciembre al 6 de enero) muchísima gente sale de vacaciones. Los que vienen al Distrito Federal a visitar familiares, no andan con el ánimo caldeado y hosco que tenemos los chilangos cuando estamos apurados con el trabajo. Mis paisanos más neuróticos -los de clase alta- están de vacaciones, o demasiado encerrados organizando sus impuestos y demás cierres contables.

Y yo disfruto mi ciudad como turista embelesada. Ni qué decir de estar en casa, en piyama y calcetas, evadiendo el aire frío. Pero les quiero contar varios sucesos chilangos "de la calle". Varias anécdotas surgidas de esta cultura popular a la que pertenezco -más que a las que normalmente me ocupan.


Hará tal vez 10 años, el 1o. de enero amaneció ventoso. La combinación del aire y el descanso de las labores industriales redujeron el índice de contaminantes en un récord histórico. Al mismo tiempo, una onda fría causó que los volcanes -sí, aquellos que en un tiempo dominaron el valle, eran visibles desde lejos y eran retratados por el Doctor Atl y José María Velasco- vistieran un traje de gala blanquísimo que iluminaba todo el Anáhuac.
Como ocurre cada vez que hay una poca de nieve cerca de los entusiastas y desacostumbrados chilangos, mucha gente corrió a las carreteras, con rumbo a Amecameca, Tlamacas, Paso de Cortés y anexas, congestionándolo todo, pero disfrutándolo a su manera.
Yo -que soy más misántropa y anacoreta de lo que parece- cargué el único aparato televisor de casa desde la sala hasta mi recámara -como 7 metros-, y pasé el día entero sola, disfrutando de las hermosas vistas de Iztaccíhuatl y Popocatépetl que me regalaba la tele comercial.


Hará cosa de un mes, estaba en la explanada del Palacio de Bellas Artes. Caí en la cuenta de que, alrededor de las 8 de la noche, se vuelve un espacio de lo más cosmopolita y socialista. Los potentados que van a la ópera, a los conciertos o al ballet, se ven forzados a salir del carísimo estacionamiento subterráneo por unas escaleras, cruzar la explanada, y entrar por la puerta principal, esa que aparece en todas las postales. Los turistas pasan a admirar las toneladas de mármol blanco labrado en un diseño neoclásico por fuera, que guarda el mexicanísimo ónix en mezcla de art decó y art nouveau que, medio a la mexicana, medio a la italiana, está coronado con grecas neo-mayas de latón en los pasillos. Los caza-gringas pasean sus ondulantes cabelleras ultra lacias y largas por la calle, enfundados en pantalones de piel, entallados y apestosos, en busca de presa. Nuestra nueva y flamante policía montada de La Alameda -ahora jardín frontal del Hotel Sheraton y el "Slim Center" de avenida Juárez- convive amistosamente con el frente de resistencia civil que forman los vendedores de discos y videos piratas. Mis hermanos indígenas se turnan para pedir limosna y vender chicles, entremezclando sus ruegos y pregones con las campanas del recientemente restaurado carrillón de la Torre Latinoamericana y los amables vituperios de los automovilistas que pasean por el Eje Central.
Dominando el paisaje sonoro, está la inconfundible música de los cilindreros (organilleros, también les dicen). Este instrumento que "cualquiera lo toca, pero no cualquiera lo carga", operado por -al menos- dos personas en su uniforme caqui: uno que hace la música y otro que pide el dinero. Las horas de la entrada y salida de las funciones en Bellas Artes son cruciales para ellos: cazan a quienes cruzan a regañadientes el espacio entre sus lujosos coches y la puerta principal, con la esperanza de obtener el sustento diario.

Pero ese día había plantón frente a la puerta. Los empleados del INBA (representados por un puñado raquítico de líderes y unos cuantos músicos y cantantes oficiales) protestaban contra las nuevas políticas culturales del gobierno foxista. Que si contra la privatización de los espacios arqueológicos, la amenazante duplicación de tareas con CONACULTA (creada por decreto presidencial), que también es criminal pensar que la cultura sea rentable... vaya, sería tema de otro larguísimo escrito analizar punto por punto la iniciativa foxista presentada a la Cámara de Diputados, y este análisis ya está mucho mejor hecho por otros.
Pero en el discurso previo al silencio, escuché repetidamente:
-Hoy protestamos porque músicos extranjeros, mucho mejor pagados que nosotros, están usando nuestro escenario, nuestras sillas, nuestros camerinos y hasta nuestros atriles para dar un concierto. Por eso nos manifestamos con este silencio al que nos han forzado nuestras autoridades, y agitando nuestros pañuelos blancos en señal de que es una protesta pacífica.
Yo estaba pensando una muy probable traducción: -Estamos manifestándonos, espantados porque están en riesgo nuestras cómodas plazas burocráticas...

Al súbito silencio de estos artistas burócratas, se sumó un súbito silencio del tráfico, del carrillón, de los chicleros y hasta de los caza-gringas, lo cual hizo más notoria y solitaria la música del cilindrero.
Muchos voltearon hacia él con miradas condenatorias. Entonces, como disparada por una catapulta, la joven de caqui que recogía el dinero, vino hacia su compañero y, con un discurso casi tan largo -y mucho más emotivo- que el de la oradora del INBA, lo urgió a callarse.
-Al rato, en la salida del concierto, nos emparejamos con la lana. Mientras, solidarízate con sus protestas que, aunque no les entendí mucho, son laborales. Nosotros también chambeamos aquí, hoy por ellos, mañana por nosotros. ¿No ves que hasta yo les pedí un pañuelo blanco para ondearlo y mostrar que estoy de acuerdo?
El cilindrero se quedó callado. Durante los minutos de silencio, yo me quedé pensando una sóla cosa: ¿será que los burócratas -músicos y otros- del INBA realmente se irán a solidarizar alguna vez con los cilindreros, que ya están en contínua crisis desde hace decenios? ¿Les importarán las culturas populares alguna vez a los funcionarios de Bellas Artes?
Mientras pensaba y miraba a esta joven consciente luchadora social -y tal vez por el aire frío de noviembre- me lloraban los ojos.


Era 11 de diciembre. Yo había tenido una función navideña en el sur de la ciudad, cené con un amigo cerca de una estación del metro y, sola y cansada, salía del Metro Hidalgo a tomar el microbús "Tlane-Boliche-Tenayuca", en pleno corazón de La Alameda, sobre la Avenida Reforma -frente a salones de baile, coladeras para que habiten los niños de la calle y en una zona de prostitución: la crema y nata de mi Chilangolandia-.

Le comenté a mi amigo durante la cena que había decidido no ir a la Basílica de Guadalupe esa noche. Es bellísimo y muy ilustrativo el cuadro que forman las diferentes danzas indígenas -recordemos que Guadalupe es Tonantzin, la Madre Tierra- en la víspera del 12 de diciembre. También le comenté, riéndome de mí misma, que hace más de diez años que no voy y que, a pesar de lo extraordinario de las imágenes, ya me estoy poniendo vieja y no aguanto muy bien el frío, la caminata, la trasnochada y las multitudes de peregrinos. Realmente todos estos años me planteo ir, no como una posibilidad real, sino como un mero ritual.
El micro tardó más de una hora en llegar -cuando lo normal es ver muchas unidades haciendo fila en la parada. Quienes estábamos esperándolo ya nos habíamos preocupado de no tener transporte a casa, incluso algunos desistieron, y abordaron taxis. Yo no traía -ni quería gastar- los 120 pesos que me cuesta llegar de ese modo a Tenayuca, así que no dejé la fila.
Cuando llegó el transporte y subimos los tercos miserables, todavía esperó unos 20 minutos a la gente que podría salir del metro, porque era el último "Tlane" de la noche. Yo ansiaba arrancar, recorrer ese tramo de Avenida Hidalgo, llegar al Eje Central, recibir la visita del "Tal Iván, líder de los oprimidos" -un barbudo muchacho de la calle que, con el gastado discurso de que, aunque podría, no viene a robar, pide unas monedas a los pasajeros, y otras al chofer a cambio de gritar los destinos del micro en Eje Central y Tacuba".

Así estaba yo, en mi ansioso recorrido virtual rumbo a casa y esperando el arranque, cuando subieron dos señoras con sendos delantales, a preguntarle al chofer si nos podían repartir tamales y atole a todos.
-Es lo que nos sobró de lo que les damos a los peregrinos que vienen por Reforma, es por el día de la Vírgen.
Ante la atónita mirada de todos nosotros, y las bromas del chofer diciéndonos que nos iba a cobrar más tarde la cena, las señoras -del puesto de refrescos frente a los micros- iban trayendo montones de platitos con tamales. Al mismo tiempo, un señor -muy masculino en su papel de servir las bebidas- nos dio los vasos de atole de fresa.

Al fin, el microbús arrancó. Mi estómago estaba lleno por la cena anterior, y sólo me tomé el atole. Pero al llegar a la esquina de Tacuba pregunté a mi viejo conocido, cuando noté su inconfundible aroma a sudor viejo dentro del micro:
-Oye, Tal Iván, ¿ya cenaste? -y le extendí el plato de tamales, intacto.

Desde las 23:30 horas del 11 de diciembre de 2005, el Tal Iván me sonríe y saluda cada vez que me encuentra. A veces no está en su esquina, sino en otro punto de La Alameda, y también me sonríe y me saluda. Yo pongo cara de sorprendida, y le pregunto: -¿Cómo? ¿Ahora por acá?
Y él, guiñándome un ojo, me murmura: -Pssss ya vez, mi güera, hay qué cambiar de aires de vez en cuando.
Yo he olvidado darles las gracias a las señoras del puesto de refrescos.


Por si hubiera sido poca noche aquella Víspera de Guadalupe, el micro hizo una parada inusual unas cuadras antes de donde siempre me bajo. Me convenía aprovechar un camino más directo a la casa -10 minutos caminando, en vez de los habituales 20- y descendí.
Entonces ocurrió la maravilla: me enamoré una vez más de mis rumbos. Estaban tan alegres, con las decoraciones de navidad que en colonias populares sacrifican estética en aras de la abundancia... yo venía tan contenta por el detalle de los tamales regalados y la sonrisa del Tal Iván...

Como había pedido a un amigo que tomara fotos de la función de navidad, Filomena Palafox -mi cámara- venía conmigo. Como turista deschavetada, me puse a disparar contra cada ventana, balcón o árbol que brillara un poquito. Pocas fotos salieron, era más el entusiasmo por capturar cada imagen hermosa, que la cacería racional.

Seguramente más de un vecino despertó sobresaltado a mis impertinentes flashazos frente a la ventana de su recámara. Pero yo estaba loca de felicidad.
Así, flasheando a diestra y siniestra, me fui acercando a la casa.
Pero unas cuadras antes de llegar, en el borde del antes río de aguas negras, ahora "Parque Ecológico Longitudinal San Javier", en uno de tantos altarcitos a la Vírgen, estaba un grupo de vecinos cantándole las mañanitas.
Me acerqué, haciendo ruido a propósito para que se percataran de mi pacífica presencia. Les pedí permiso de tomarles unas fotos. Accedieron gustosos, tal vez con un gusto un poco exagerado.
Mientras Filomena y yo nos dábamos vuelo, un vecino me servía un gran vaso de ponche. Cuando me lo acercó, me expliqué la razón de su gusto:
-Errr... esquius mi, es ponche -me decía con un mal logrado acento estadounidense -es un bebidau mecsicana de estas fiestas, tomarlo con confianza, señoritau.
¡Me habían confundido con turista! Lo que normalmente me enoja mucho, aquella vez, y en las irónicas circunstancias en que se dio -pasadas las 12 de la noche, una colonia bastante solitaria y nada turística, y frente al altar de la Vírgen/Tonantzin- me desternilló de la risa.

Me invitaron a la misa que iban a hacer al siguiente día -y no pude ir. Yo les expliqué que no era turista, que era vecina de ellos, chilanguísima, y amante de nuestras tradiciones. Que me encantaba contarle a gente que no es de aquí acerca de las cosas valiosas que tenemos, y que para eso tengo una página web. Que las fotos las iba a poner en la página para que mucha gente las viera, junto con una narración que las explicara.
Y eso es, precisamente, lo que estoy haciendo en este momento.

¡¡Que viva mi Chilangolandia querida, con sus tradiciones urbanas!! Y a mis amigos del Sotavento, pos ahí los veré en febrero. Les mando un abrazo, pero ahorita SOY CHILANGA.

Ana Zarina Palafox Méndez
27 de diciembre de 2005

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