Los gringos calentanos
y otros varios fuereños.

 

Don Juan Reynoso Portillo no era tan conocido. Ya estaba en varias grabaciones de especialistas, como el álbum “Antología del son de México”, además de otro disco con la Universidad Autónoma de Guerrero, y varios discos de grabadoras pequeñas, locales, como los tres casets producidos por Marco Antonio Bernal, amigo suyo, compadre y promotor entusiasta, y otros más producidos por Adán Ortega. A unos pocos alumnos de etnomusicología, sus maestros les habían hablado de él. Otros pocos de los que pasaron de andinos setenteros a mexicanistas ochenteros lo habían ido a buscar para conocerlo; entre ellos, Rafael Camacho, quien cuenta que llegaron a Ciudad Altamirano, y les informaron que Don Juan ya se había mudado hasta Michoacán. Para su alivio, resulta que estaba en Rivapalacio, separada de Altamirano solamente por un puente sobre el Río Balsas. Rafa me regaló en 1993 un caset copiado del disco “el Paganini de Tierra Caliente” de Don Juan, editado por Discos Corasón.

 

En "El Balcón Huasteco", lugar donde estaba yo tocando, organizando actividades varias y ayudando en los talleres, estábamos Rolando Hernández “el Quecho”, Rafa Camacho y yo ideando cómo llevar más gente a que conociera ese lugar, abierto unos meses antes por Rolando, como sede del Trío Chicontepec. Creamos el Primer encuentro de huapango, planeándolo para marzo de 1993.

Lindajoy Fenley (periodista, corresponsal en México para varios países) ya tenía alguito de tiempo en México, cuando fue a Tlacotalpan a las fiestas de La Candelaria, acompañando a Rosalinda (que en ese tiempo formaba parte de Los Folkloristas). Yo andaba ahí, repartiendo volantes del Balcón. El destino quiso que le diera uno a Linda que, en marzo, se apersonó en El Balcón. Trabó amistad -y después una relación de pareja -con Germán Hernández Azuara, de “Los Brujos de Huejutla”. Linda tocaba desde hacía años mandolina y guitarra, había sido caller en square dance y conocía a profundidad varios géneros tradicionales en Estados Unidos (sí, hay música tradicional allá), y, con esos antecedentes, se encantó con el son huasteco.

El mismo año, andaban Germán y Linda en una tienda y él le recomendó comprar un caset, mientras le decía: "Mira, esto no es huasteco, pero el violín te va a encantar". Era Don Juan Reynoso.

Lindajoy, después de escuchar el caset con mucha frecuencia, exclamó:

–¡Ay, quiero ir a conocer a Don Juan!

En cuanto pudieron, el 3 de mayo de 1993, tomaron el Tsuru azul claro metálico de Linda, y recorrieron el camino Toluca-Tejupilco hacia Ciudad Altamirano y Rivapalacio. La sencillez de Don Juan, y el hecho de que tocara con tal vigor después de haber pasado los ochenta años, enamoraron definitivamente a Lindajoy.

Yo la había seguido viendo ocasionalmente, en el Balcón y en otras actividades relacionadas con la música mexicana. Ella se autodefinía antes como trabajólica, pero había empezado a lograr un equilibrio y un disfrute de la vida, ayudada por Germán y la música. No estaba yo muy cerca cuando Linda gestionó que Don Juan fuera al vigésimo Fiddle Tunes Festival en Port Townsend, Washington, en 1996. Este es un encuentro de violinistas tradicionales de Estados Unidos y otros países. La música calentana jamás se había escuchado ahí, e hizo furor.

Para enero de 1996, Linda, con la colaboración de Jesús Peredo (Cuernavaca, Morelos) y Carlos Martel (Radio Cambio 1440), organizaron un concierto en el Polyforum Cultural Siqueiros, donde tocaron, además de Don Juan y su conjunto, Balfa Toujours. Este concierto fue cubierto por la prensa mexicana y la televisión.

Linda, que el año anterior ya había tomado un Diplomado en Etnomusicología en la ENAH, mientras el Instituto de Cultura de Guerrero trabajaba el armado de carpeta curricular y las gestiones para que a Don Juan le fuera otorgado el Premio Nacional de Ciencias y Artes, cosa que sucedió en noviembre del mismo 1997. Fue el segundo músico tradicional así reconocido, después de don Zeferino Nandayapa. Personalmente, otorgo más mérito a este segundo premio, ya que Don Zeferino se ha mantenido muchos años cerca de las instituciones (como quien dijera “en el ajo”), y Don Juan, quien había viajado a México con su guitarrista Cástulo Benítes de la Paz a tocar en la época de los cabarets y centros nocturnos, se había regresado a su tierra, quedando en un ámbito local.

También en 1997, tal vez poco antes de darle el premio, el Museo Nacional de Culturas Populares le organizó un homenaje a Don Juan. Lindajoy fue invitada a la mesa de participantes, y ahí repartitó papelitos para que le escribiéramos mensajes al Maestro, que le fueron dados en una “jarra de amor” en el siguiente Fiddle Tunes. Linda me recuerda que yo le escribí el diálogo que sucedió entre Bernstein y una admiradora suya_

–Maestro, daría mi vida por tocar como usted.

–Esa es la diferencia, señora: yo ya la di.

El viaje a Fiddle Tunes (incluyendo que Don Juan fuera el único invitado vitalicio a ese festival), el concierto del Polyforum y el Premio detonaron una cascada de acontecimientos. Linda quedó como administradora del Fondo Especial para la Promoción y Difusión de la Obra de Juan Reynoso ante el FONCA. Dio de alta, además, la Asociación Civil Dos Tradiciones, y empezó a organizar con ello encuentros anuales que incluyeron conciertos en San Ildefonso, y un viaje a Tierra Caliente de varios días donde músicos de ambos países compartían sus géneros en el escenario y convivían el resto del tiempo, dando lugar a un conocimiento y aprecio mutuos invaluables, como a ensambles musicales de lo más variopintos.

El II Encuentro de Dos Tradiciones fue el concierto en San Ildefonso el 16 de abril de 1998, y 18 y 19 un festival en el Centro de Convenciones de Tierra Caliente, Cd. Altamirano, con la participación de los músicos estadounidenses del año anterior, el conjunto de Don Juan, Los Brujos de Huejutla, y el Grupo Yolotecuani de Tixtla, Guerrero. Se integraron clases de baile de los distintos géneros, cronistas de Tierra Caliente, un taller demostrativo de construcción de tamborita y una transmisión en vivo en Radio Educación, con el equipo de Edmundo Zepeda.

Paul Anastasio, maestro de violín de Seattle, especialista en swing, quien había escuchado a Don Juan por primera vez en en Fiddle Tunes en  1997 y en el II encuentro de dos tradiciones en 1998, empezó a viajar a Ciudad Altamirano con frecuencia, para tomar lecciones con Don Juan y transcribir las piezas que éste tocaba. Difícil labor, ya que el violinista calentano tenía cientos de piezas en la memoria, pero en muchos casos ya no tenía claro si eran aprendidas o compuestas por él mismo. Una cascada de sones, gustos, pasodobles, foxtrots, marchas, valses y hasta tangos y overturas desfilaron por el oído y la grabadora de Paul. Para empeorar las cosas, la sesquiáltera, métrica omnipresente en el son de México, le resultó inextricable a Paul, y la libertad de los violinistas de la Cuenca del Balsas para ensamblar diferentes versiones de una misma pieza (especialmente en los sones y gustos) variando los adornos después del tema principal, casi hace enloquecer a este bienintencionado transcriptor. Cuando Paul regresaba a Tierra Caliente, después de pasar en limpio y organizar las partituras, las interpretaba para que Don Juan las escuchara y verificara. Don Juan hacía los comentarios pertinentes y, al quedar éste conforme, Paul le pedía que las tocara otra vez para un nuevo chequeo, a la inversa. Entonces Don Juan hacía tal cantidad de variantes, que Paul casi estaba seguro que se trataba de otra pieza.

 

Para el III Encuentro, en 1999, Lindajoy quiso poner los conciertos en las plazas públicas de Tierra Caliente, debido a que el ambiente del Centro de Convenciones fue más bien frío, y no acudió la gente a la que ella quería llegar: el pueblo calentano. Radio Educación estuvo presente de nuevo. Con fondos combinados entre el FONCA, las donaciones deducibles de impuestos de Dos Tradiciones (la mayoría conseguidas con empresarios medianos de la zona), aportaciones de los Municipios donde se realizó y muchísimo trabajo voluntario, sobre todo de Linda, la música calentana salió de los centros botaneros y zonas de tolerancia donde estaba mayormente recluída y se aposentó en “los kióscalos” (término de Cástulo Benítez) para ser bailada en público por las señoras pudientes.

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En ese año, yo estaba dirigiendo la Casa de Cultura “Griselda Álvarez”, perteneciente a la Delegación Cuauhtémoc del D. F. Trabajaba en una zona verdaderamente cosmopolita, los límites entre Tepito, La Lagunilla y el Centro Histórico, cerca de la acremente famosa Plaza del Estudiante. Mi población atendida constaba de vecinos trabajadores, comerciantes informales, indigentes, teporochos, policías, asaltantes y niños de la calle; vaya, muy diverso todo.

Había cerca una casa-hogar para niños de la calle, la Fundación Renacimiento, dirigida por Pepe Vallejo, con quien yo había hecho un convenio de palabra para llevar actividades artísticas. En una plática casual con Lindajoy al respecto, ella ofreció colaborar con grupos cercanos a Dos Tradiciones. Así llevamos, entre otros, a Yolotecuani, que había ido al encuentro los primeros dos años. Y los niños zapatearon el son de tarima de Tixtla. Yolotecuani. Linda, por esos días, me encargó un artículo sobre el violín en México para la revista Fiddler. Con estas dos actividades, retomamos el contacto cercano. Terminé mi trabajo en la Casa de Cultura en diciembre de 1999.

 

Para mediados de enero del 2000, ya enterada de toda la labor reciente de Linda, le ofrecí ayuda. Ya ella estaba también editando revistas y discos compactos, tenía un programa de radio, daba pláticas sobre sus experiencias con los músicos y, en sus ratos de “descanso”, escribía y enviaba los artículos financieros que le permitían sobrevivir.  Lindajoy jamás tomó dinero para ella del FONCA, a pesar de que tenía derecho a usar un porcentaje para gastos administrativos.

Se había adoptado, además, como hija de Don Juan. Cuando se enteró de que el estado de salud del violinista estaba deteriorado, le consiguió atención en el Hospital de Nutrición con la ayuda de Gela Manzano, directora del Instituto de Cultura en Chilpancingo. Ya trabajando de cerca con ella –y cobrando lo mismo, o sea nada– la vi ir a la terminal de observatorio para esperar la llegada de Don Juan a las 6 de la mañana y llevarlo a análisis, consultas y ocasionalmente velarle días de hospitalización. Hospedarlo en su casa, a veces también junto a su esposa Esperanza y su hijo Javier, cocinarle dietas especiales, conseguirle medicinas y explicarle a la familia diagnósticos y cuidados recomendados por los médicos. Y quererlo mucho, sobre todo quererlo mucho.

 

El 10 de febrero del mismo año 2000 era la presentación del primer folleto de transcripciones de Paul Anastasio, y se realizó en el Museo Nacional de Culturas Populares, con la amorosa complicidad del etnomusicólogo Gonzalo Camacho. Linda había ido al amanecer a recibir a Don Juan y Esperanza a Observatorio. Llegué a su casa, donde además estaba esperando a Paul Anastasio que llegaba con un alumno ya pre-enamorado del son calentano, y venía por primera vez a México, para ayudar a Paul en las transcripciones, violinista concertino egresado de la Universidad Pudget Sound en el Estado de Washington: David Tobin.

Ya llegados todos, hechas las presentaciones del caso y rápidamente desayunados, Linda organizó la caravana para ir a Coyoacán, la presentación era a las 11 de la mañana. Ahí me aterroricé: tenía qué llevar a Don Juan en mi coche, y todos los demás irían en el heroico Tsuru de Linda, ya que en mi cajuela iban libros, revistas, discos... Yo manejaba un Citation de mi papá, en el que jamás me sentí segura. ¡Sentía que, si le pasaba algo a Don Juan, CONACULTA, FONCA y hasta el INAH me podían meter a la cárcel! Llegamos sin percances, con todo y que yo no podía quitar la vista de las manos de Don Juan, intrigada –y lo sigo estando– cómo, con esos dedos fuertes y gruesos, que parecían raíces de parota, podía tocar melodías tan dulces y complicadas.

A la hora de las preguntas de prensa, alguien le preguntó a Don Juan cómo era que la fama reciente le estaba alterando la vida. Éste se le quedó mirando sin comprender. El periodista repitió la frase con más énfasis, creyendo que el músico, a su avanzada edad, podría tener un problema auditivo. Don Juan seguía mirándolo, boquiabierto.

–Que si le gusta viajar y conocer mucha gente –tradujo Gonzalo, con una sonrisa.

–¡Ah, sí! Estoy feliz... –contestó Don Juan, con la cara entusiasmada.

Ese día supe lo valiosos y bilingües que son los etnomusicólogos. Y las Lindajoys.

Paul había llevado unos pocos ejemplares (como 25, que fueron los que pudo pagar) de su libro impresos en casa, y engargolados. Él tenía la intención de que su exhaustivo trabajo de trascripción pudiera servir para facilitar que hubiera nuevos violinistas en Tierra Caliente, él había observado que en esa zona ya estaban envejeciendo los iconos, y no había quien continuara con la música. Frente a la prensa y varios de los representantes de instituciones ofreció, para empezar, donar los que fueran necesarios para que los alumnos y maestros de violín de escuelas, conservatorios, fonotecas y similares los pudieran tener a su disposición. Hizo el mismo ofrecimiento a las Casas de Cultura de diferentes Municipios de la Cuenca del Balsas. Linda consiguió mensajeros para llevarlos a escuelas y bibliotecas en la Ciudad de México. Pocos lo aprovecharon, hasta la fecha.

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Durante el IV Encuentro de ese año, del 3 a 5 de marzo, viví maravillas. En los preparativos, me tocó lo que después supe que se llamaba logística. Organizar las listas de participantes para hospedaje y autobús; diseñar e imprimir itinerarios, gafetes, boletitos para alimentos y cartas de bienvenida; armar los paquetes con todo eso más carteles de recuerdo para los participantes; hacer una pre-programación para los conciertos en las plazas e informárselas a los músicos que iban en el transporte –labor inútil, lo supe cuando llegamos a la primera ciudad y se agregaron grupos de la zona. Durante el concierto en San Ildefonso, estuve junto a Esperanza en la mesa de venta de discos y revistas. Hay qué mencionarlo: Esperanza se había unido a la Iglesia Pentecostés –una secta cristiana– poco antes de que Linda conociera a Don Juan, y estaba a punto de convencerlo de dejar de tocar. Pero al ver multiplicarse las grabaciones vendibles de su esposo, cuando se agregaron los compactos que editó Dos Tradiciones y los que realizó Paul a partir de las grabaciones en Port Townsend, se volvió la fan y vendedora más entusiasta.

Después del concierto, pernoctamos Linda y yo, junto a los otros músicos y los turistas culturales que pagaban su viaje, en el Hotel Majestic. Y dije pernoctar, no dormir. A las 8 de la mañana debía de estar cargado el autobús con equipajes, instrumentos, itacates para el camino, ediciones para venta y los asistentes, todo verificado en las listas que ya llevaba yo preparadas.

El papel de Germán ese año era ayudar a Guillermo Pous con la grabación de los conciertos. Mi papel era el de resolver orden y continuidad de los conciertos, llevar el registro de las piezas para la grabación, darles a firmar a los participantes el permiso para editar un disco con sus piezas, averiguar por qué goteaba el cespol de la habitación de un guitarrista gringo, mandar a matar las hormigas de otra habitación, explicarles a los músicos locales que a Don Juan se le daba preferencia en la secuencia de los conciertos, y que debían estar intercalados los nacionales con los extranjeros, estar muy nerviosa con todo, encontrarme con que se había acabado la comida cuando finalmente llegué a cenar en el hotel y tratar de disolver la nube negra que llevaba sobre la cabeza antes de irme a dormir.

Entendí por qué Lindajoy siempre estaba ojerosa en las fechas del viaje.

Pero también participé con singular alegría en las convivencias con los músicos alrededor de la alberca del hotel, ya pasada la hora del mosco. Ese año, los músicos mexicanos invitados, además de Yolotecuani, eran Ángel González y sus Campesinos de la Sierra. Y con Ángel venían de violinistas Higinio Ledezma y Perfecto López –que hace honor a su nombre.

La segunda noche, alguien le había dado a David Tobin una de esas garrafitas de plástico que usan para gasolina, llena de mezcal. David, cuando empezó la versada huasteca entre Perfecto y yo, nos la dejó en la mesa con un gesto amable, para que condimentáramos la poesía con bebida. Entre copla y copa Perfecto, guiñándome un ojo, señaló con la cabeza el número “2” que estaba en relieve en la garrafita, y comenzó:

–Trovando al número DOS...

Deben haber sido más de dos horas. Él empezó haciendo referencia a Dos Tradiciones. Después eran dos culturas, dos naciones, él y yo dos trovadores, dos formas de entender el mundo, sol y luna, cielo y tierra, infierno y paraíso, Omecíhuatl y Ometecuhtli... vaya, toda dualidad posible, pero siempre ese guiño de ojo recordándonos el doble sentido, y que sólo nosotros sabíamos que era una oda al mezcal de Tierra Caliente.

A la siguiente mañana, tuvimos un desfile bilingüe de admiradores, felicitándonos por el trabajo poético y filosófico de la noche anterior, algunos de primera mano y, los que no hablaban español, porque se los habían contado. Perfecto y yo estábamos tumbados en las sillas, sin atinar a desayunar, con los ojos de ranura y aguantándonos la risa.

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A la noche siguiente, regresando del concierto y de nuevo en el escenario de la alberca, Ángel González le pidió a Linda que tradujera al inglés algo que él quería decir, para que todos los presentes entendieran.

Empezó a contar una historia reciente, sobre un vehículo que se había desbarrancado en la Sierra Gorda. El ocupante estaba muy lastimado, al fondo de una cañada. Había muchos testigos que, impotentes, lo vieron agonizar y morir pues no había forma de bajar a donde él estaba para poder subirlo y atenderlo. Era cuñado de Ángel.

Escalofriante. A partir de ese suceso, Ángel había iniciado las gestiones y la capacitación con los bomberos de Valle del Maíz, en San Miguel de Allende, Guanajuato, para organizar el cuerpo de rescate de la Sierra Gorda. Ya había conseguido que le equiparan una camioneta como ambulancia y vehículo de rescate de montaña, pero faltaba adquirir una camioneta. Ángel, entonces, lanzó la petición. Comentó que, como migrante temporal a los Estados Unidos, él había visto que muchas veces los gringos tienen camionetas van arrumbadas, envejeciendo, que todavía servían. Exhortó a los presentes a ayudarle a buscar una, diciendo que él podía ir a buscarla a donde estuviera ésta.

Roger Bellow, guitarrista y propietario de una tienda de música en Carolina del Sur, contestó de inmediato, comentando que él tenía una van que servía, y que con gusto la donaba. Durante ese año, él la manejó personalmente hasta Texas, y Lindajoy la recogió ahí y la llevó hasta San Miguel de Allende.

Un año después de la petición, me tocó ser testigo de la entrega oficial de la van (ya casi equipada) de parte de Roger, pasando por Antonio Luna, del Cuerpo de Bomberos, al Cuerpo de Salvamento de la Sierra, agregado a una extensión del viaje de Dos Tradiciones a Guanajuato.

Ese IV Encuentro fue transmitido, como los anteriores, por Radio Educación. Me enteré que, además del transporte, hospedajes y comidas, el equipo que transmitía le cobraba a Dos Tradiciones. Ignoro si en la normatividad de la radiodifusora está permitido; lo que sí sé de cierto es que era un gasto excesivo para la Asociación y para el Encuentro.

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David Tobin, el violinista que vino con Paul Anastasio, me escribió un correo alrededor de septiembre de ese año, comentándome que iba a venir de nuevo en octubre, y que quería pasar unos días en la Ciudad de México para conocerla. Ya tenía prometido el hospedaje en casa de Lindajoy, pero quería una especie de guía chilanga que le ayudara a moverse acá y le recomendara lugares para conocer.

El 8 de octubre me encontré con él, para la consabida visita al Museo de Antropología. De ahí, pasando por la pirámide de Tenayuca, fuimos a mi casa para una comida casi cena. La sobremesa fue con guitarra y violín en mano. Al ver que era un excelente lector a primera vista, saqué unas partituras que yo había transcrito con repertorio andino-peñero. Maravilloso. De ahí pasamos a chacareras argentinas, y de ahí a sones y gustos. Pasamos varios días pegados a la música, yo encantada de contar con un músico tan capaz, para experimentar esas ideas que uno trae en el tintero.

Para noviembre, me fui de polizón a Tlayacapan, para acompañar a Rolando Hernández “el Quecho” un día, y esperar a Don Juan Reynoso al siguiente, que venía con su grupo, mas los gringos calentanos Linda, Paul y David. En el grupo de Don Juan venía Cástulo Benítez de la Paz, eterno guitarrista de Don Juan. Entusiasmada con lo que había estado tocando con David, le pedí a Cástulo que me enseñara a acompañar los sones y gustos. Tal vez Cástulo no tiene una metodología didáctica pero, como tantos viejos en la tradición, es un maestro muy amoroso, dispuesto, y ávido de transmitir lo que tiene.

Linda escuchó al naciente dueto binacional y nos invitó a tocar, alternando con Don Juan y su grupo, a un coctel que organizaba el 17 de ese mes en Ciudad Altamirano, para el jet-set local: empresarios, presidentes municipales y familias de abolengo, con el fin de convencerlos para patrocinar parte del V Encuentro.

 

El coctel fue maravilloso. Uno de los hermanos Moreno, no recuerdo si Arturo o Alejandro, había copiado la vieja guitarra panzona o túa de Don Juan. Ese día, y ya con la nueva en la mano, Don Juan donó la antigua públicamente a Alejo Montes de Oca, cronista y director del museo local de Coyuca de Catalán y Linda donó su tamborita. Seguimos David y yo, presentados por Linda como uno de los resultados de los Encuentros, muestra de que la convivencia entre los pueblos de ambas naciones se puede realizar a través de la música –y es cierto. Cerró Don Juan, con su grupo primero, y terminando junto a Paul y Davidcon unos arreglos a tres violines que había realizado él mismo, y que por falta de instrumentistas dispuestos, no había podido antes poner en práctica.

Un videoasta de Ajuchitlán con estudios de cine en Canadá, José Luis Santamaría, grabó todo. José Luis estaba muy pendiente de las actividades de Dos Tradiciones, y hacía el registro de ellas. Linda llevó también su cámara, y la dejó a cargo de José Antonio Hellmer –hijo de Raúl Hellmer, y con dudosas intenciones respecto al legado de su papá. Pero José Antonio se emborrachó y, cuando revisamos los casets, vimos que la cámara se había movido en el tripié, se había “desmayado” el cabezal, y teníamos dos horas de audio, con un close-up del piso del hotel.

 

Había lluvia de estrellas anunciada para esa noche. Las Leónidas, unas de las más brillantes del ciclo anual, y ese año era relevante. En el heroico Tsuru nos fuimos Linda, José Antonio, David y yo a un camino vecinal, para alejarnos de las luces de la ciudad y verlas en plenitud. Recostados sobre una lona doblada, disfrutamos de un espectáculo hermoso.

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Al día siguiente, fue el Concurso de Sones y Gustos “Isaías Salmerón” en Tlapehuala. Don Juan, con su grupo y gringos agregados se había apuntado para tocar “de exhibición”, es decir, sin concursar. En el gusto “Santo Domingo”, los tres violinistas tuvieron sendos interludios para hacer adornos a su antojo. La gente sabía que Don Juan iba a tocar bien, era un hecho. Cuando Paul soleó, le aplaudieron; pero cuando David hizo, en su solo, uno de los adornos más difíciles, perfectamente situado en tiempo y armonía, volcó al público en un aplauso de pie.

Mis vísceras estaban esparcidas por el suelo. Mi corazón, en el escenario.

 

En ese concurso me encontré a un hombre joven, cineasta, que me habían presentado antes en una fiesta en el DF. Después de saludarnos, me preguntó que si ya había conocido a Don Ángel Tavira. Y sí, apenas había acompañado yo a Linda a Iguala para visitarlo. Me enamoré de la personalidad de ese hombre, cuya característica más visible era que había perdido mano y antebrazo derechos y, amarrándose el arco en la pequeña porción articulada que le quedaba, había vuelto a tocar el violín. Pero había otros tres aspectos muy importantes que lo convirtieron en portador del legado del violín calentano.

Alrededor de la mesa del comedor, él recibía a la gente y, mientras fluía la plática, no importando el tema, siempre encontraba en su memoria alguna copla relacionada y la intercalaba como nota al pie, a modo de moraleja. Te hacía reír y te hacía reflexionar.

Don Ángel era maestro normalista, e impartía clases de secundaria. Su formación hizo que fuera uno de los pocos violinistas con elementos didácticos. Su esposa, ahora ya viuda, Doña Elpidia, me ha mostrado las partituras que su marido transcribió con la mano izquierda. Algunas en papeles sueltos o cuadernos pautados profesionales verdes –que he encontrado en casa de varios músicos, todos ellos regalos que Paul traía. Arreglos orquestales de diferentes géneros en la música de Tierra Caliente, que siempre deseó –y no se le cumplió –escuchar interpretadas en conciertos filarmónicos con orquestas de Guerrero. Otras, ya conformadas en cuadernillos impresos, métodos completos para flauta dulce, con arreglos a varias voces de la música calentana, como opción local para la instrucción musical del nivel medio. Las instancias educativas del Estado jamás le hicieron caso. Para sus alumnos, él imprimió dichos cuadernillos con dinero de su bolsa y, para recuperar el costo, se los vendía a precio simbólico. La escuela le prohibió continuar con ello, y los ejemplares están ahí, guardados.

 

Pero lo que yo considero su obra magna es el libro Adornos para violín calentano. De las manifestaciones musicales en Tierra Caliente, el estilo calentano –Cuenca del río Balsas- posee una riqueza extraordinaria en la interpretación del violín. A diferencia de otras músicas, en que este instrumento convive horizontalmente con los instrumentos armónicos, el violinista calentano se reserva el derecho de ensamblar frases melódicas a capricho, incluso irrumpiendo en la estructura amónica y modificándola. Estas frases melódicas –emparentadas con la ornamentación barroca- son llamadas adornos y, aunque ocasionalmente se improvisan, lo habitual es que el intérprete tenga un acervo en su memoria para hacer el trabajo de ensamblarlos. El orden de ensamble y el virtuosismo para tocar estos adornos son los que provocan reacciones en los oyentes y rigen el desenvolvimiento de los bailadores.

Lo anterior hace que, en sones y gustos, la división conceptual entre autor e intérprete se disuelva, toda vez que el autor define un tema principal y un ciclo rítmico-armónico pero cada violinista la complementa con este rompecabezas de adornos, dándole un matiz tan personal que puede hacer la pieza casi irreconocible para un observador no familiarizado con estos géneros.

Incluso en las piezas fijas (pasodobles, valses, etc.), el violinista incluye variaciones, y en la zona es deseable que lo haga. Todo esto provoca que el intérprete que inicia necesite acopiar adornos y crear los suyos para ir incrementando sus posibilidades interpretativas.

La manera en que esto tradicionalmente ocurría era que el violinista escuchaba a un colega tocar, y aprendía los adornos que le gustaban. Podía utilizarlos tal cual, o variarlos de algún modo. También generaba los propios, a partir de alguna improvisación inspirada y afortunada, o practicando en casa, y éstos también los memorizaba.

Pero esta transmisión natural se ha visto disminuida como se han visto disminuidas las ocasiones musicales por causas variadas, muchas de ellas ajenas a nuestro campo de acción.

Don Ángel asistió, ya de adulto, al Conservatorio de las Rosas; al juntar el conocimiento teórico con su larga experiencia como violinista tradicional y su formación magisterial, realizó hace más de 10 años su libro –hasta ahora inédito- “Adornos para violín”, en donde clasifica estas figuras por estilo y tonalidad. Es una obra única en su género por la aproximación a la manera en que tradicionalmente arman los violinistas sus versiones.

Si visitabas a Don Ángel en su casa, y él veía en ti el más mínimo interés en la música, no dudaba en sacar una copia engargolada de su libro y regalártela, con la misma esperanza de muchos viejos músicos: que, cuando ellos ya no estén, alguien siga tocando el repertorio.

 

¡Ah! Vuelvo al joven cineasta con el que estaba platicando en aquel Concurso de Sones y Gustos. Me contó que estaba realizando un documental sobre los músicos calentanos. Que se daba cuenta del estado actual de decadencia, no por la música en sí, sino por la migración y penetración cultural en la zona que causaba falta de interés de las nuevas generaciones hacia la interpretación de lo propio.

Me platicó también que, al conocer a Don Ángel, se encantó con él, y que ojalá algún día encontrara la oportunidad de realizar una película, no importando el tema, para tener en pantalla al viejo magnífico, actuando como sí mismo.

El primer documental se llamó Se mueren los que la mueven. Muy buen trabajo, aunque algo parcial. Puedo notar los comentarios tendenciosos de una familia de la región, que descalifican los esfuerzos de otros actores culturales propios y ajenos, deteriorando su imagen.

Pero aparte de esto, la tenacidad y genio de este joven lo llevaron a no quitar el dedo del renglón. Con muchos sacrificios, laborales y económicos, logró colocar su película “El Violín” en cartelera y festivales nacionales e internacionales, donde ha sido multicitada y multipremiada. ¿El nombre del joven? Francisco Vargas.

El año pasado estuve en Iguala, en casa de Don Ángel. Doña Elpidia me recibió amorosamente, como siempre. Ella tenía la idea de que Francisco se había hecho millonario con la imagen de su ahora difunto esposo, y no le había retribuido con justicia su trabajo.

Le expliqué lo que yo sabía: que festivales como el de Cannes no pagan; peor aún, para estar presente si acaso eres premiado, tienes qué pagar tu propio viaje a Francia. Que Francisco había puesto de su bolsa para los pasajes de avión, al menos, si no es que también hospedaje y alimentos, para hacer posible su presencia y la de Don Ángel en dichos eventos.

Escuché a Doña Elpidia y a sus hijos convencidos, cuando me expresaron: –Lo que es la ignorancia, nosotros creíamos que le habían comprado la película en Europa...

Me pregunto si con esta experiencia, Francisco se hubiera permitido, en la edición de su primer documental, los comentarios tendenciosos y malinformados. Todos aprendemos en el camino.

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Linda tenía pase para una cena de dos personas en la terraza del Hotel Majestic, que le dieron éstos como cortesía por llevar a hospedar allí a los viajeros de Dos Tradiciones, y la compartió conmigo. Estábamos platicando emocionadas acerca de lo ya logrado y de los proyectos por venir.

No recuerdo qué cenamos. Lo que sí recuerdo es que estábamos ya en el café cuando, sobre el paisaje del Zócalo, en un lugar del cielo entre de Palacio Nacional y la Catedral, “pintó su raya” luminosa una de las estrellas fugaces más grandes que haya visto. Lloramos juntas, con sendas sonrisas.

Nuestro dueto binacional fue bautizado como Americanías por un amigo, Oscar Aburto, cuando nos consiguió una tocada en el restaurante “Emiloano´s”, en Tlayacapan. David se regresó a Seattle a finales de noviembre, y estábamos ya generando el proyecto de un CD.  Enamorados (de los estilos musicales y entre nosotros) estuvimos ensayando por internet. Con intercambios de partituras, cifrados y Mp3, con ajustes de tonalidades para el repertorio, en largas horas de chat (difícil, pues la conexión que yo tenía era telefónica, lenta y pirata) pasamos casi tres meses. Conseguimos micrófonos de computadora, para poder “tocar juntos” a distancia. Pero cuando David regresó en marzo de 2001 al V Encuentro, ya teníamos repertorio suficiente para dar conciertos, el plan de la grabación y un proyecto de vida juntos.
Se multiplicó mi quehacer. Además del apoyo multitarea que le daba a Linda (que trabajaba todavía más que yo) para el Encuentro y que pomposamente habíamos llamado “coordinación técnica”, ahora me quería tragar al mundo musical, feliz por tener un cómplice de calidad. Itinerario de grabación, resuelto pista por pista, para optimizar el poco dinero que teníamos para el estudio de grabación, porque habíamos hecho arreglos donde teníamos qué dobletear instrumentos: David, dos o tres violines; yo, guitarra, charango, bombo y dos voces. Diseño de portada del CD, préstamo del banco para maquila, conseguir maquilador y estudio buenos y baratos y además, para Americanías y Dos Tradiciones, diseño de las páginas web, entrevistas en radio, ensayos...

 

Ese año, el festival tuvo una extensión a la Sierra Gorda. Entonces, fue el concierto en San Ildefonso, los tres días de rigor en diferentes ciudades de la Cuenta del Balsas, regresar a dormir una noche en la Ciudad de México, y tomar camino a Tula (como turismo nomás) , Querétaro, San Miguel de Allende y Palomas, Xichú, Gto. (la comunidad de Ángel González), dando conciertos en las tres últimas.

Era el primer año sin transmisión por Radio Educación. También cambió la persona que grababa para los CD de Dos Tradiciones. El costo del experimentadísimo Guillermo Pous había subido; yo había conocido a Federico Luna el año anterior, en una tocada con el grupo del IPN, de esas donde uno desfila por huapanguera, vihuela, violín y arpa, y se pelea con el personal de audio que normalmente contratan las delegaciones, y no saben de nada distinto a batería, bajo, guitarra eléctrica y teclados.

A la defensiva, estaba exhortando al personaje que microfoneó a ponerme el micro en un punto estratégico, para evitar que el vaivén de mi mano derecha en la huapanguera lo golpeara. Colocó el micrófono lejos de la boca del instrumento, captando el sonido por algún lugar situado cerca del puente inferior. Yo estaba dispuesta al pleito, pero él, con una sonrisa, me calmó y me pidió que escuchara el resultado, ofreciéndose amable a moverlo si no era lo deseable.

¡Qué buen audio! Salió el sonido nítido, no viciaron los medios-graves (habitual en huapanguera y vihuela) y mi mano volaba por los rasguidos sin ningún obstáculo.

Por supuesto, Federico fue quien grabó el disco de Americanías, y fue el ingeniero portátil para Dos Tradiciones, encargado de ayudar a ecualizar los conciertos, sacar la línea para registrarlo todo en el Tascam DAT de Linda y hacer la mezcla para el CD.

 

Por su parte, Paul Anastasio, en sus visitas de transcripción a Tierra Caliente, ya estaba trabajando con otros violinistas además de Don Juan. Ya había comprendido el juego de los adornos, y había ya generado un modo de expresar en partitura la sesquiáltera, esta ingrata y afortunada combinación de acentos entre los 3/4  y 6/8 que enriquece nuestros queridos sones, y enloquece a los que no son latinoamericanos. Pero también estuvo obligado a atender las eternas y justificadas quejas de los violinistas con respecto a la falta de instrumentos disponibles para los pocos muchachos que querían aprender.

Él, Linda y otros músicos se dieron a la tarea de coleccionar violines de medio uso en los Estados Unidos, De esos instrumentos que quedan abandonados cuando un intérprete tiene los recursos para comprarse uno mejor, pero son de muy buena calidad, y ya están “entrenados”. No tengo la cantidad exacta pero, al menos bajo mis narices, desfilaron veintitantos instrumentos que fueron donados a Don Ángel, Don Zacarías Salmerón y a casas de cultura de la zona. Esto, además de los omnipresentes cuadernos pautados verde fosforescente, cuerdas, breas y cerdas para arcos.

Tal vez fue Coyuca de Catalán, pero a la distancia ya no lo puedo precisar; al escucharme tocar con David, una guacha (niña) calentana se acercó a mí, me abrazó y me dijo que jamás había visto tocar esa música a ninguna mujer. Me preguntó que si consideraba que ella pudiera llegar a aprender algún día.

–Buena noticia, –repliqué yo, –Acabamos de entregar a la casa de cultura cinco violines, y sabemos que tienen guitarras. Sí que puedes aprender, nomás acércate ahí.

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En Querétaro tocamos en La Casa del Faldón, recibidos por Luis Castrejón, funcionario de cultura del Estado, y ahora uno de los pocos pedagogos preocupados por la transmisión de las músicas y líricas tradicionales. No sólo con Americanías; estando ahí Perfecto López aprovechamos para otra de nuestras travesuras en verso.

En San Miguel de Allende fue en un teatro. Linda y yo pernoctamos en Valle del Maíz, en casa del bombero Antonio Luna. Ya estaba casi todo el mundo acostado cuando, al pasar al baño, vi de reojo al papá de Antonio acomodando unos trajes rarísimos, y me acerqué. Él es capitán de danza, de una cofradía importantísima en la zona. Me vistió con uno de los trajes, despertó a toda la casa, y pasamos largo rato en que él nos contó de las danzas y su significado. ¡Esas desveladas valen la pena!

Al día siguiente fue la entrega de la Van-ambulancia en el Cuartel de Bomberos. El donador Roger Bellow, Andy y Mary Jo Slattery, David, Linda, otros de los músicos gringos y yo presenciamos las lágrimas emocionadas de Ángel cuando le dieron las llaves, y los papeles que lo acreditaban capacitado como Jefe de Salvamento de la Sierra Gorda.

 

Pasamos la noche en Jalpan de Serra, donde Junípero Cabrera, entonces y hasta hace muy poco director del museo local nos atendió. Dicho sea de paso, Junípero ahora es el artífice de unos exitosos talleres que forman, además de niños y jóvenes huapangueros, poetas arribeños. De ahí a Concá, oasis serrano lleno de turistas locales, porque ya venía la Semana Santa, y Ángel tenía qué verificar que los voluntarios de salvamento estuvieran ya colocados, nunca falta un accidente en el río. Y de ahí a Palomas, comunidad de unas 25 casas. Yo estaba asombrada: desde el sinuoso camino de terracería, alcanzaba a ver una especie de bardas de piedra, por todos lados. En cuanto pude, le pregunté a Ángel:

–¿Para qué son esas bardas? ¿Qué se podrían robar unos a otros, o qué límites podrían transgredir?

–No son bardas. Tenemos qué acumular piedras para engrosar la tierra en las laderas, ya que la capa es muy delgada, y no alcanzaría para enraizar la milpa.

Me sigo preguntando cómo en la Sierra Gorda, con su entorno agreste y de difícil supervivencia, los poetas tienen todavía ánimo de conservar las complejísimas formas estróficas usadas en el Huapango Arribeño.

 

En Palomas nos albergaron en casas de familiares de Ángel. Durante el día, hice una caminata con él, que me quería enseñar otras facetas de su labor hormiga. Como tantos de sus paisanos, Ángel es migrante temporal. Frente a su casa había una especie de aparato frankestein: una celda solar conectada por un cable ruinoso a un acumulador de coche, y tres extensiones hechizas que ingresaban a la casa por un hueco en la pared.

–¿Y eso?

–Mi fuente de electricidad. Hasta hace muy poco, Palomas no tenía luz eléctrica; Fox la puso, cuando fue gobernador de Guanajuato. La energía que capta la celda solar que me traje del otro lado, la guardo en el acumulador, y eso me permite operar en la noche dos de tres aparatos: ventilador, radio y foco. A como los necesite, es que los alterno. Ahora que hay ya electrificación, de todos modos la uso, para no pagar tanto.

Después recorrimos su parcela. Aparentemente nada nuevo en el centro; la clásica triada maíz, frijol y calabaza. Pero en las orillas había árboles y matas de guanábana, mango sandía, plátano...

–Es que mis vecinos dicen que todo esto no se da por aquí. Ya me cansé de discutir. Ahora, simplemente lo siembro a la orilla, para que todos vean que sí.

Si Perfecto es perfecto, con más razón Ángel es un ángel.

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Nos llevaron al mediodía a un tendajón con techo de lámina, como esos donde ponen las tienditas de Liconsa, recién construído y vacío. Nos dijeron que esperáramos ahí para que nos dieran de comer.

Para nuestro susto, una señora llegó con anafre, dispuso el carbón y lo encendió. Regresó con una cazuela casi llena con las vísceras más infectas y mantecosas que yo haya visto. Vació agua dentro y empezó a remover aquel caldo de cultivo. Yo estaba paralizada y a punto de las náuseas; a mis espaldas, los gringos, todavía más melindrosos que yo, no se atrevían ni a asomarse. Estoy segura de que pensábamos lo mismo, ¿cómo negarnos a comer, si nos lo ofrecían de corazón? Pero, por otro lado, ¿cómo comer eso?

De pronto, por una ladera, se asomó una filita de mujeres, con trastecitos variados: calabacitas crudas rebanadas, arroz blanco con granitos de elote, frijoles de la olla con epazote, ensalada de jitomate con quesito fresco de rancho, aguacates en lajitas, salsa de molcajete, canastas de tortillas a mano y los nopalitos más suculentos, tiernos y finamente cortados que yo haya visto en mi vida, acompañados de aguas frescas. Detrás de ellas, Ángel. Con una amplia sonrisa de satisfacción, nos dijo:

–Les expliqué a los de acá que entre ustedes venían varios que casi no comen carne. Entonces, a las señoras se les ocurrió guisarles esto. Espero que les guste.

–¿Y la cazuela de afuera? –pregunté, echándome tal vez la soga al cuello.

–¡Ah! Esa señora vende sus tacos de tripa aquí todas las tardes. Si se te antojan, te traigo unos, pero no te los recomiendo...

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Temprano en la noche, nos disponíamos a hacer el concierto prometido en la cancha de basquetbol. Hicimos la talacha de cargar, acomodar y conectar el equipo de sonido. Muchachos de Palomas colocaron letreros alusivos al evento y todos los músicos (incluido Ángel con su familia) nos afinamos. Con mi eterna libretita en mano, rutina que había desarrollado en los trayectos de autobús de Dos Tradiciones, pasé con los distintos grupos preguntando repertorios, para elaborar al instante el orden de participación.

Pero el público no llegaba.

Nosotros, desconcertados. Ángel no había perdido su sonrisa, a pesar de nuestra impaciencia. Cuando me acerqué a investigar qué estaba pasando, él me dio la indicación de que empezáramos el concierto.

–¿Y el público? –ni siquiera los pocos habitantes de Palomas se habían arrimado.

–Empiecen a tocar. Leve, para que no se cansen. En un par de horas esto va a estar lleno.

Incrédula, le pedí al dueto de Andy y Mary Jo que empezaran. Ellos, igual de incrédulos, pero haciendo evidente la disciplina de los músicos gringos, comenzaron.

La incredulidad se convirtió en sorpresa agradable cuando, al escuchar la música que salía de las bocinas, poco a poco, como lejanas luciérnagas, vimos llenarse el atardecer de puntitos luminosos: la gente que vive esparcida en la Sierra salía de sus ranchos y atravesaba las faltas de los cerros para llegar, sin prisa, a Palomas.

Para las 9 de la noche, aquello estaba lleno, y los músicos estábamos repitiendo el repertorio.

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Para no desandar camino, Ángel nos llevó de regreso ahora por Xichú, la emblemática ciudad natal del más famoso (hacia el exterior) representante del huapango arribeño: Guillermo Velásquez. De ahí, derechito a la Ciudad de México, con nuestros seres interiores enriquecidos.

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Un año muy intenso, después del V Encuentro. Americanías tenía sus propios conciertos, suplencias a grupos amigos en sus trabajos regulares y estábamos de base en un proyecto del IMSS para tocar en los hospitales, directamente en los cuartos de los enfermos, y hasta regresar a Tlayacapan, no acompañando a los maestros, sino como grupo. Se intensificó también el trabajo con Linda que, además de Don Juan, el Encuentro y lo que los rodeaba, empezó a dar más pláticas y conferencias sobre su experiencia en Tierra Caliente. Había un par de productores gringos haciendo documentales –cabe aclarar que tampoco éstos se volvieron millonarios. Estaba yo plenamente involucrada en las ediciones de revistas y CD de Dos Tradiciones, seleccionando repertorio y escritos, retocando mezclas de audio y traduciendo y corrigiendo estilo de artículos.

Lindajoy que, además de todo lo que hacíamos juntas, se dedicaba a gestionar espacios y recursos, llevar las relaciones públicas y liar con la contabilidad y el papeleo de la asociación, acordó con Gonzalo Camacho que Don Juan impartiera una Clase Magistral para los alumnos de etnomusicología y violín en la Escuela Nacional de Música.

Con fines didácticos –y de economía– los que acompañaríamos a Don Juan en esa clase seríamos David y yo. Don Juan llegó en la mañana a México, y estuve ensayando con él un par de piezas transcritas en el librito de Paul. La idea era tocarlas, entre otras, frente a los alumnos; luego, dividir guitarras y violines, repartirles fotocopias de partitura y cifrados y, mientras yo se las ensayaba a los de guitarra, David trabajaría los violines. El gran final sería tocarlas todos juntos, con Don Juan.

Pero éste estaba incómodo de tocar conmigo, y molesto porque no hubieran venido sus hijos. Ya era tan fuerte el núcleo financiero-familiar, que incluso Cástulo se había tenido qué alejar. Ahí me enfrenté con un viejo lobo del violín, que cambiaba a voluntad sus adornos, haciéndome trastabillear en la armonía. Sobreviví hasta el mediodía, en que nos sentamos a comer con los demás, con cara de que no pasaba nada.

En la Nacional de Música estaban ya Gonzalo y Guillermo Contreras. Mi amigo Raúl Eduardo también apareció, y Pacho Lane ya estaba instalado con equipo para levantar imagen para el documental que estaba realizando. Frente a una sala llena a la mitad, Gonzalo dio la bienvenida y presentó a Don Juan, Guillermo dijo un texto introductorio a las variantes musicales de la Cuenca del Balsas, y luego Paul, David, Don Juan y yo tocamos unas piezas, incluyendo las que íbamos a tallerear. Paul repartió fotocopias a los alumnos.

A la hora de dividir los grupos, David insistió en afinar con precisión en un La 440. Mi guitarra estaba afinada con Don Juan, en lo que llaman segunda con segunda, es decir, el La de la segunda cuerda del violín se usa para la segunda cuerda de la guitarra, que habitualmente está en Si. Esto hace que la guitarra suene un tono más abajo. Cástulo disfruta esa forma, porque las cuerdas quedan más sueltas, y ha desarrollado toda su técnica alrededor de ello, como muchos otros guitarristas calentanos. La insistencia de David estaba basada en sus estudios académicos y mostró tal tono imperativo frente a los participantes que a mí no me quedó más que mover mi guitarra, para empatar con él y los alumnos.

El taller fluyó, pero cuando subimos todos al escenario a tocar con Don Juan, aquello fue una desafinadera impresionante. El Maestro tenía su violín más bajo. MUCHO más bajo. No salió lo que esperábamos, Guillermo Contreras llegó a dar la estocada final con palabras doctas y descalificadoras, yo alcancé a salir con alguna dignidad pero ya afuera chillé por los rincones, no sé si Linda se habrá enterado del porqué; vaya, lo viví muy mal.

El consuelo fue enterarme, años después que, de los alumnos presentes que estaban apenas en la licenciatura, dos son ahora Doctores, investigadores expertos en Tierra Caliente: Raúl Eduardo González y Alejandro Martínez de la Rosa.

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A mediados de ese año falleció Iris, la mamá de Lindajoy. Si bien Linda vivió sola desde muy joven, y viajó por muchos países, en los últimos diez años la relación entre ellas era profunda. Iris era una profesora de educación especial sumamente caritativa y humana, y paseaba su vejez sonriente por el mundo, olorosa a aquellos aceites esenciales con que se curaba y también a otros. Linda estaba en pleno duelo todavía en octubre, y ya el siguiente Encuentro se venía encima. No se sentía en ánimo de realizarlo, pero se dejó convencer. Además de su luto, ya las críticas y deslealtades le estaban haciendo mella. Unos pocos músicos de origen calentano, avecindados en la Ciudad de México, la acusaban de “estar haciendo negocio” con Don Juan, y a Paul de “robarse la música”. Y otras personas, sin conocerla, repetían las calumnias. Gente que se le había acercado, pensando en que todos los gringos son millonarios, al no sacar provecho se alejaban, agregando sus comentarios maliciosos. A Linda le dolió mucho, y este dolor fue aumentando.

En ese 2002 ya era la tercera vez que yo ayudaba a Linda con el Encuentro, y los quehaceres fluían más fácilmente. Ahora, después del concierto en México, y antes de llegar a Altamirano, iríamos en el autobús a la reserva de las mariposas monarca. Haciendo gala de la binacionalidad y bilingüidad, acuñamos el término botheredflies (moscas molestadas) en lugar de butterflies (mariposas). Me prometí no regresar, no ser una más de los turistas inoportunos y vándalos.

En uno de los conciertos en Tierra Caliente, en Tlapehuala, el Ayuntamiento tuvo la dulzura de hacer, con fuegos artificiales, un letrero sobre el escenario que decía “GRACIAS DOS TRADICIONES”. Cuando el letrero fue iluminado, Linda y yo estábamos abrazadas, llorando.

 

Paul había ya recreado los arreglos a tres violines que hacía Don Juan, agregándoles como acompañamiento, en lugar de guitarra y tamborita, viola y cello. Entonces el ensamble que se estrenaría ese año para tocar con Don Juan estaba formado por Paul y David con los esposos Traci y Spencer Hoveskeland. Se llamaban Fire of Tierra Caliente, imagen que Paul tomó de lo que sintió la primera vez que escuchó al Maestro en El Festival de la Tonada del violín (o sea Fiddle Tunes).

Tarde me enteré que Paul padecía de migraña intensa. El humo del cigarro, el gentío de la feria de Tlapehuala, el alto volumen del sonido en los conciertos, los largos ensayos con este nuevo grupo y, sobre todo, el calor, eran cosas verdaderamente insufribles para él, y no meras melindrosidades de gringo intolerante. El rostro se le enrojecía, casi amorataba, la cabeza le estallaba y, por supuesto, el carácter se le descomponía. A pesar de ello, seguía dejando su aséptico hábitat de Seattle y pasando cada vez más tiempo en Tierra Caliente. Lo que Paul ganaba dando clases de swing ya no alcanzaba para pagar sus viajes en que, además, retribuyó con dólares cada hora que Don Juan o cualquier otro violinista le dedicó para hacer las transcripciones. Claudia, su esposa, estaba también contribuyendo con buena parte de su sueldo para los gastos, y los regalos que Paul traía a los músicos.

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Durante esos encuentros conocí a muchos músicos de la Cuenca del Balsas, aunque no me pude acercar como debería haberlo hecho. ¡Era tanto el trabajo! Sólo por mencionar a los violinistas, Plutarco Ignacio, Evaristo Galarza, Rafael Ramírez, Zacarías Salmerón, J. Natividad Leandro “el Palillo”, Chano Calderón... mi tarea a la hora de los conciertos empezaba al bajar del autobús con mi libretita, averiguar qué músicos locales se integrarían al programa, apuntar nombres y repertorios e intercalarlos en los turnos. Luego debía estar pendiente de la grabación, y hacer los ajustes si los grupos alteraban el orden de las piezas que me habían dicho, para precisar el registro de lo grabado, y regresar con los músicos para que me firmaran, si lo deseaban, la autorización para que sus piezas formaran parte de los CD.

Como parte del equipo, en los trayectos de autobús y en el hotel, tenía más tiempo para convivir con los músicos estadounidenses y los que venían de otras partes del país. Pero a Don Juan, Esperanza, Neyo y Xavier Reynoso, Cástulo, Zacarías, Don Ángel Tavira y su esposa Elpidia sí los pude visitar en sus casas y saborearlos como personas.

Así también con la gente de Tierra Caliente que estuvo cerca de Dos Tradiciones: Pepe Espinosa y Lourdes Hernández, Manuel y Carmen Aguirre, Ángel Huipio, Andrés Jaimes y José Luis Santamaría, amigos que todavía conservo y a los que, afortunadamente, se han agregado otros.

Durante el día, algunos personajes llegaban al hotel a visitar a los participantes o a hablar algo con Linda. Así conocí a Alejo Montes de Oca, a los periodistas Gregorio Urieta y Roberto Ventura, a Íñigo Álvarez Galán, entusiasta conocedor de las genealogías de músicos de la zona y promotor de los concursos en Tlapehuala, a Josafat Nava Mosso, que en ese tiempo no me quedaba claro a qué llegaba, con sus morralitos y guajes de regalo, siempre vestido de rigurosa manta y, hablando de manta ortodoxa, a David Durán Naquid, que llegaba a dar clases gratis de zapateado de Tierra Caliente cuando estábamos con los gringos en el hotel, y tocaba la tamborita en el grupo de Huetamo con Don Rafael Ramírez y Ángel Huipio.

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Ese VI Encuentro fue el último para mí. La vida en común con David tuvo varias fallas de origen: no haber montado nuestro propio espacio, y quedarnos en casa de mi papá, con los consabidos enfrentamientos que resultaron en la ida de mi nana y la anulación doméstica de mi papá; que la música acabó pareciendo ser nuestro único vínculo empático porque en ningún otro aspecto funcionábamos juntos y, para agravarlo todo, su alcoholismo al que yo parecía ciega un par de años atrás, pero que era muy comentado en Tierra Caliente, ¡hasta llegó a cambiar clases de inglés por mezcal, cuando viajaba con Paul!

Esto, más la sobrecarga de trabajo, me llevó a finales de mayo a una mezcla explosiva de shock nervioso con intoxicación que, por los síntomas, algunos médicos confundieron con embolia o tumor cerebral. Con mi brazo derecho paralizado, la pierna derecha torpe y el centro del lenguaje averiado, ni pensar en tocar o cantar; el médico amenazó con que ya no iba a recuperar funciones, sino a empeorar con el tiempo. Junté fuerzas y, finalmente, corrí a David de la casa. Como me era muy difícil hablar correctamente, le pedí a mi papá que llamara a Linda y le dijera que estaba incapacitada, que por favor le ayudara a David a conseguir un guitarrista para las presentaciones que teníamos pendientes con ella. Pero, en cuanto cambié de médico y empecé a medio funcionar, me sentí profesional y dimos unos conciertos que estaban pendientes con Americanías, y algunos músicos invitados que nos ayudaron a disimular mi mal desempeño en el escenario. En noviembre, después de chocar por andar manejando antes de tiempo, se me quitó el complejo de supermán y desmantelé el grupo. Fueron tiempos difíciles, parteaguas en mi vida.

Entre Linda y yo fue creciendo la distancia, ayudadas por los malentendidos que David se aplicó en crear. Cuando le escribí en octubre para decirle que ya empezaba a estar en activo, y me podía adjuntar a Dos Tradiciones de nuevo, alguien más me contestó el correo de forma muy insultante (en tiempos de quehacer fuerte, quienes colaborábamos con Linda también le llegamos a ayudar a contestar mensajes desde su computadora; ahora, más tranquilas y con la amistad recuperada, hasta creemos saber quién fue). En ese tiempo di la colaboración por muerta.

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Linda organizó todavía en 2003 el VII y último Encuentro de Dos Tradiciones, con conciertos en el CENART y el auditorio Blas Galindo de la ENM, y con viaje a Michoacán y Guererro. Ya se sentía agotada pero, con el apoyo de Lázaro Cárdenas Batel en Michoacán, armó el Homenaje a Don Juan Reynoso, en 2004 y, al año siguiente, se regresó a California; como despedida, sus amigos le hicieron un homenaje el 9 de diciembre de 2005 en el Museo Nacional de Culturas Populares.

Cuatro años me dolió la Tierra Caliente de Guerrero, por lo negro del epílogo con Linda y David. Pero 2006 fue un año curioso: llevaba ya un año trabajando documentales en sociedad con Antonio Castro García, y una de éstas carambolas extrañas me regresó al Balsas: un contrato con CONACULTA para hacer un video de las tierras calientes. Ya habíamos estado el año anterior en el Valle de Apatzingán, fuimos a Colima en abril, y era ya inevitable acercarse a Guerrero. CONACULTA ofreció ponernos en contacto con el Instituto Guerrerense de la Cultura para localizar a los músicos, pero yo sabía que éstos estaban más que localizados. Conseguí el correo de Pepe Espinosa, y le escribí explicándole el proyecto. Pepe se hizo cargo de armar un itinerario de grabación, recibirnos, sacarnos del Hotel Altamirano (que yo recordaba más decente) y recomendarnos otro nuevo, y acompañarnos en un viaje de una semana.

En San Miguel Totolapan había fiesta patronal. De camino al corte de rosas en el río, vi el disco de Americanías pirateado, de venta en un puesto en la banqueta. Ni siquiera tenía fotocopiada la portada original. Pregunté quién era el dueño del puesto, y me señalaron a lo lejos a un hombre todo vestido de manta, y con el sombrero calentano, ¡Josafat Nava! Atravesé la calle corriendo, con la voz más agresiva que encontré y, sin saludarlo, le espeté:

–¿Ese puesto es tuyo?

–Sí... –contestó, intentando reconocerme.

–¿Entonces eres tú el que pirateó, y con las patas, el disco de Americanías?

–¿Zarina? Este... sí. Es que yo vendo para sostener el Centro Cult... –interrumpiéndolo con una sonrisa y un enorme abrazo, le dije:

–¡Gracias, Josafat! ¡Me acabas de integrar a la cultura tradicional de la región!

Varios días después, fuimos a grabar su Centro Cultural Independiente “El Tecolote”. Casi cien guaches se levantan para estar puntuales los sábados a las 7 am, aprendiendo violín, tamborita, guitarra, zapateado y teatro. Ver eso, después de haber dejado cuatro años antes una Cuenca del Balsas desesperanzada y sin jóvenes músicos, me pareció un verdadero milagro.

En el fandango calentano con el que cierran el día, me enteré que esos guaches, aunque no me habían conocido antes, habían visto un video donde David y yo tocábamos “La Tortolita”, y con ese son me relacionaban.

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También CONACULTA nos contrató para levantar la memoria en video del II Encuentro “Son Raíz” en diciembre de ese mismo año, que fue en Tlayacapan, a donde tampoco había querido regresar. El sábado fue un día mágico por muchos asuntos, pero se puso más fuerte al final del día, ya en el concierto. Embebida en la imagen mental que resultó de la mesa redonda de la mañana, que tenía qué ver con granos de maíz reproduciéndose a través de la música y los músicos, no había reparado en el grupo que estaba en el escenario. Escucho que empiezan con la polka que Don Juan usaba como rúbrica “Viva Tlapehuala” (y que yo no escuchaba desde Dos Tradiciones) y, al mismo tiempo, descubro en los arcos de la cerería ¡a Lindajoy! En el momento en que me le acerco y la abrazo, suena “La Tortolita”. Linda estaba desconcertada (no nos habíamos comunicado desde nuestro desencuentro) y yo estallé en un llanto fuertísimo que se oyó más que los músicos, y abrazándola más. Al voltear hacia el escenario, vi que los que tocaban eran “Los Nietos de Don Juan”, alumnos del Centro Cultural “El Tecolote”.

Los compañeros músicos que me encontraba más tarde, me preguntaban preocupados si “ya estaba mejor”. ¿Cómo explicarles que había llorado de felicidad?

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El 18 de enero de 2007, a casi 10 años de haber recibido el Premio de Ciencias y artes, falleció Don Juan Reynoso. Yo me enteré en la noche, por una llamada telefónica que me hizo Linda desde California. Además de platicar sobre ello, empezamos a limpiar el lodo que había cubierto nuestra amistad.

Llamé a CONACULTA para avisarles al día siguiente por si no se habían enterado. Me comentaron la posibilidad, todavía borrosa, de hacer una especie de homenaje. En la plática fue tomando forma una idea: ¿por qué seguir homenajeando a uno de los pocos músicos que había sido homenajeado en vida, y había tenido una vejez digna y feliz? ¿por qué no homenajear a otros tantos músicos que, a pesar de tener trayectorias igual de trascendentes, no habían sido tan afortunados?

A lo largo de los meses, se reunieron en el Museo de Culturas Populares personas interesadas en ello. Yo asistí una sola vez. Dos de los músicos jóvenes más presentes fueron David Peñaloza (de Yolotecuani) y Javier Tavira. Allí generaron una carta con propuestas que involucraron talleres de formación, ediciones, conciertos, homenajes (hasta con nombres de músicos prospecto), todo tendiente a la revaloración de personajes de la zona y revitalización de los estilos musicales que interpretaba Don Juan. Una persona me pidió que colaborara en la redacción final, en la que agregamos más nombres y más acciones. La publicamos en internet, la estuvimos circulando en actividades de música tradicional, con el fin de juntar firmas y se entregó, con más de 650 remitentes, al Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, la Secretaría de Cultura de Michoacán, el Instituto Guerrerense de Cultura, la Secretaría de Cultura del Distrito Federal y hasta la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados.

Transcribo, literal, la primera propuesta:

Encuentro Anual de la Música de Tierra Caliente, que incluya conciertos, presentación de discos, libros, videos, conferencias, talleres y exposiciones. El primer encuentro tendrá el propósito de homenajear a Don Juan Reynoso y a otros músicos de la misma región, con gran trayectoria. Que sea itinerante en cada entidad de Tierra Caliente, y se trasmita en vivo a través de radiodifusoras nacionales y estatales (IMER, Radio Educación, Radios Universitarias y Estatales)

A partir de ello, al primer aniversario del fallecimiento de Don Juan, en enero de 2008, el Programa de Desarrollo Cultural de Tierra Caliente (donde colaboran Guerrero, Colima, Estado de México, Michoacán y Jalisco, además de CONACULTA) realizó el Homenaje “Juan Reynoso” a Músicos de la Tierra Caliente, en el Centro Nacional de las Artes. Ese año fueron reconocidos los guerrerenses Don Ángel Tavira, Cástulo Benitez, J. Natividad Leandro “El Palillo”, Zacarías Salmerón y de manera póstuma, Plutarco Ignacio. María García, que estaba a cargo del Programa por parte del Consejo, me animó a ayudar y lo hice en varios aspectos: improvisarle unas décimas en el escenario a Cástulo (cosa que me importaba mucho), cooperar con carteles (unos yo, y otros Javier Tavira que, además, logró que se colocaran en el Metro), diseñar e imprimir los reconocimientos, y hacer contacto con la gente de allá que pudiera venir a dar las reseñas de los homenajeados. Vino Esperanza también, a recibir el reconocimiento a Don Juan.

Cuando estaba haciendo los reconocimientos, con la fotografía de cada homenajeado, se me vino encima una especie de túnel del tiempo. Ver los rostros tantas horas y tan cerquita, me hizo revivir lo vivido con Lindajoy y que apenas ahora, 10 años después del Primer Encuentro de Dos Tradiciones, asumían las instancias gubernamentales de cultura.

En el segundo homenaje, que ya me tocó organizar a mí, se reconoció a músicos de otros estados, entre ellos Evaristo Galarza que, siendo de Huetamo, Michoacán, pertenece a los mismos géneros musicales de la Cuenca del Balsas. Hugo Reynoso está tocando con él.

Para el tercero, que acaba de pasar y fue en Colima, el homenajeado guerrerense fue Don Chano Calderón. Cuando me vio en el hotel, discretamente le preguntó a su hijo:

–¿Qué? ¿Esa mujer no es de los gringos que visitaban a Don Juan?

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También en 2007 había sido estrenada la película “El violín”. De pronto la imagen de Don Ángel estaba frente a México y el mundo. Ampliamente premiada, la película aportó mucho al cine nacional, aunque siento que en Tierra Caliente no pasó nada con ella, salvo los malentendidos que ya expuse.

El 19 de noviembre el Faro Itinerante de la Ciudad de México exhibió la película en pantalla gigante frente al Monumento a la Revolución. La sorpresa que se le tenía preparada al público era que, terminando, iba a tocar Don Ángel con sus hijos. Me habían corrido el chisme, y fui. Para mí había otra sorpresa más grande: cuando me acerqué a saludar a Doña Elpidia, una mujer desconocida me preguntó si llevaba mi guitarra.

–Bueno, deveras que no la cargo a todos lados. Yo nomás venía a escuchar a Don Ángel.

–¿No leíste la revista “Proceso”?

–No, no la leo habitualmente.

Entonces me mostró el ejemplar más reciente. En el recuadro que anunciaba la película y la participación musical, había una frase que decía, literalmente:

Asistirá Ana Zarina para tocar con Don Ángel su son tótem: “La Tortolita”

No averigüé más. Me subí a tocar. Días después, al empezar a salir del asombro, me pude imaginar que Alejandro Herrera, el músico que me invitó, podía haber corrido esa información. Pero todavía guardo la revista, y miro que sí fue cierto el anuncio, cada vez que siento que estoy perdiendo la cordura en este mundo mágico que es la música.

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La mayor parte de la gente con la que he estado en contacto en la Tierra Caliente de Guerrero, no solamente no odia a los gringos calentanos. Además los reconoce como uno de los parteaguas importantes para la música calentana. La familia de Don Juan Reynoso, que tendría qué ser la más afectada, recuerda a Linda con cariño y la manda saludar, así como otros muchos músicos y no músicos. Neyo Reynoso, mientras veíamos el documental de Pacho y me codeaba con complicidad cada vez que salía David, me estaba diciendo hace poco que extraña a Paul, que le encantaría que fuera a Rivapalacio para verlo, y además tocar con él el repertorio de su papá. Y así, podría mencionar cientos de saludos y comentarios favorables.

Tres meses después del homenaje, fallece mi papá; el 30 de junio, Don Ángel Tavira, en la Ciudad de México. Estuve localizando a Javier todo el día, para saber dónde lo iban a velar, pero cuando lo encontré ya habían llegado a Iguala con el cuerpo. Para el 1 de julio, yo entré a CONACULTA a hacerme cargo del Programa de Tierra Caliente. En septiembre fui invitada a San Diego, desde donde pude hablar con Linda como antes: por teléfono, muchas horas. Dos años de montaña rusa, muchos estímulos y muchas vivencias. Hasta ahora, ya tranquilamente desempleada y con más horas de vuelo en la Tierra Caliente, tengo la oportunidad de recordar y reflexionar sobre todas estas historias entrelazadas, que me mantienen cerca de la Cuenca del Balsas. Y viéndolo a la distancia todo esto, me vienen una serie de reflexiones sobre los gringos calentanos:

A Don Juan Reynoso ya lo habían grabado. Formaba, en los años setenta, parte de los íconos de la música tradicional de México, y referencia fonográfica obligada para los alumnos de etnomusicología y otros pocos locos mexicanistas. Pero estaba de regreso en Rivapalacio y tocando en las cantinas con Cástulo. Nadie más le había tenido el cariño humano y las atenciones personales que le dio Lindajoy. Y ella no lo hizo para sumar registros a ninguna fonoteca institucional, ni para agregarlo como parte de un corpus de investigación que le valiera un doctorado. Lo hizo por amor.

¿Robarse la música? Es cierto, hay compañías grabadoras que enriquecen su sistema y no comparten las ganancias con los músicos. También existen extranjeros (y nacionales) que registran indebidamente piezas del repertorio tradicional o de compositores desconocidos y se quedan con las ganancias pero, ¿Paul Anastasio? Un violinista y maestro de Seattle que invirtió (junto con Claudia) varias decenas de miles de dólares para transcribir una música simplemente porque le llegó al alma.

Sus detractores lo pintan como si, al transcribir las piezas, éstas se borraran del recuerdo de quienes las interpretan y ya no pudieran escucharse más. Paul sigue (me consta) en la mejor disposición y con el deseo de que sus partituras sirvan para facilitarles el camino a los jóvenes violinistas. Y dispuesto a donar su trabajo a la persona o institución que lo difunda, Ya hay varias copias de sus transcripciones en México, y él sigue tocando y enseñando esta música en su país.

 

Otro gringo que participó en todo eso, aunque pocos lo observaron, fue el fotógrafo Chris Vail. Sus trabajos sobresalieron en la ultima revista de Dos Tradiciones para el homenaje en Morelia – y pancartas grandísimas en las calles de esta misma ciudad; además CONACULTA le pidió fotos de Juan y otros músicos para exhibir en el Primer Homenaje “Juan Reynoso”. Todas las prestó gratuitamente.

 

David, Tim, Kat y otros violinistas que llegaron a venir con Paul no tuvieron el entusiasmo para continuar, y siguieron con su vida tocando otros géneros. No aportaron nada a la tradición de la zona, pero tampoco hicieron daño alguno. Simplemente pasaron por ahí.

Las ofensas y descalificaciones que han sufrido Linda y Paul son sólo muestra de una ignorante xenofobia que (dicho a modo de justificación, pero no de disculpa) nos dejó la Conquista y otras invasiones que siguieron. De pronto siento que no hacemos diferencia alguna entre los pobladores de un país, y algunos gobiernos rapaces y abusivos. Algunos han desatado estas calumnias, y varios de ellos a partir de abusos que quisieron hacerles, nomás por la idea de que todos los gringos tienen lana o antes de que nos vean la cara, se las vemos nosotros. Pero los peores no son ellos, sino quienes repiten las calumnias automáticamente, dándolas por hechos. Creo que el “pecado” de Paul y Linda fue poner la muestra y realizar acciones concretas en una zona donde ya nadie se ocupaba de su música.

Linda consiguió financiamiento de instituciones, fundaciones, empresas y población civil. Optimizó el uso de estos recursos, y realizó gran cantidad de cosas, entre ellas volver a trepar, a nivel local, estos géneros a un escenario “decente”, rompiendo el estigma de que ya sólo era música de viejos, borrachos y prostitutas, y devolviéndola al entorno familiar. Ella misma me decía hace poco:

–Mi ventaja es que no sabía que muchas cosas “no se podían hacer”. Por eso, simplemente las hice.

En este entrecruzamiento de mi vida con la de Linda, yo he aprendido mucho. Además de la logística, gestión y otros manejos alrededor del quehacer cultural, he aprendido que los países son tan grandes y diversos, que no puedes generalizar o juzgar a la gente sólo por su procedencia. El mundo es maravilloso, y tienes hermanos gemelos en todas partes. Y, por mi naturaleza, cuando miro que alguien hace algo por amor, siento el impulso de ayudarle. El mejor mensaje que Lindajoy Fenley ha compartido conmigo es que el corazón no es sólo una víscera, sino un músculo que lo puede mover todo.

 

Ana Zarina Palafox,
Febrero de 2010

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