Una mirada a Tierra Caliente
La Tierra en blanco y negro

Publicado en septiembre de 2010 como introducción al libro del mismo nombre, de Salomón Sontín, editado por Kodak, Tecnológico de Monterrey e ICONOS.

Con sabor a tierra en el paladar, con las mejillas empolvadas de destino, en las proximidades de la Tierra Caliente jamás adivinarás los tesoros que lleva el Balsas.

Caprichoso río, a veces se esconde tras la catalepsia estacional, de pronto es una frontera absolutista de quien escapan arterias inesperadas, o desaparece tras la verde serpiente de los árboles que alimenta, siempre recorriendo el calizo lecho que le da forma.

De la misma tierra, como armónicas elevaciones, nacen las casas. Misma tierra, mismo adobe, rematando en las tejas. Misma tierra que se convierte en muro, en olla, en surco, en tumba.

Rejas que dividen el nunca jamás del por siempre eterno. Vigas que sostienen la Pangea, encubierta por corredores con centinelas verticales, rodean el “kióscalo” ardiente. Corredores que se vuelven sombra, y entre las sombras se vuelven luz. Sombras que arrancan promesas a la tierra. Tierra de crueles contrastes. Horizontales torsos que dormitan en ella, acaso recargando la esencia seca y agreste que muestran a los visitantes poco sensibles.

Cruces que recuerdan que este territorio alguna vez fue conquistado, pero nunca más.

Costales secos, llenos de chiles secos, sobre la tierra seca. Espiral-Ouroboros de la eterna palma al convertirse en sombra andante, corona del calentano.

Ciclos de maíz, esperanza de continuidad, excrecencia de la tierra que se vuelve atole, tortilla, tokere para alimentar a los cuerpos que, algún día, se descompondrán y volverán a alimentar al maíz.

Del lecho calizo, surgen los pies de los hombres que, bajo el pragmático sombrero, disfrazan de maíz y palma su africana y criolla herencia de alegría. Ojos vivarachos, pícaros, a veces enceguecidos por el sol calcinante que convierte, con los años, sus tersas pieles en ásperas cortezas de parota curtida.

Sus paños saturados de sudor se vuelven crisálidas que, cuando abren, son a la vez señales de amor, cariños con aroma de retama para espantar al jején o emblemas de un gusto zapateado en la tabla. Enfundados en sus huaraches, burros o trocas, los hombres fecundan la tierra, y a las mujeres-vírgenes que cubren con rebozos su recia algarabía, y modelan su estirpe frente a una pared memoriosa y genealógica. Antes de que las sorprenda el sol del nuevo día, ellas dejan el canchire para echar tortilla, cuajar la leche, bañar al hijo. De pocas palabras, pero embravecidas como toros si se trata de defender lo que aman y cuidan, y tomaron del lecho calizo.

Hombres que desmembran el ganado, mujeres que reconstuyen el alimento. La Res Pascual es sacrificio que muere, res-suscita y, en diaria comunión, res-taura la energía de los hijos de esta tierra lastimada, ultrajada, explotada. Muchos migran, van en busca de la riqueza, hija pródiga que se desprende, y rara vez regresa. Ellos también se desprenden. Sus abuelas permanecen tejiendo una y otra vez las historias de los que partieron, transmutándose en eternas Penélopes. Pero los que permanecen, cargan las cruces, portan las máscaras, cabalgan los senderos, descuelgan las cintas, arrean las reses, elaboran el queso, recrean la música, siembran el ejido y paren a quienes mantendrán, en sus cuerpos curtidos –y, ocasionalmente, en sus series fotográficas-, la memoria eterna de la Tierra Caliente.

Ana Zarina Palafox Méndez
Septiembre de 2009

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