Ay, amooor amooor...
Publicado en enero de 2002 en la revista Son del Sur Vol. 9, del Centro de Investigación y Documentación del Son Jarocho, A.C., Jáltipan, Veracruz (elsonjarocho@hotmail.com)
Hace poco menos de treinta años, la única grabación ¿comercial? que existía del Toro Zacamandú había sido realizada en San Juan Evangelista, con la interpretación de don Arcadio Hidalgo, Noé González y Benito González. Arturo Warman se encargó, en el volumen 6 de la colección del INAH, de poner a nuestro alcance quiero decir, al alcance de los chilangos diletantes- unas breves notas que mencionaban el contenido mágico de algunos sones. Él habla de leyendas insinuadas en los versos. La referencia a la vaca ligera nos estimuló a buscar testimonios orales de dichos ¿mitos? con notable contenido moral. Pobre mujer aquella que, al ponerle los cuernos al marido, o tal vez no ponérselos, pero evidentemente ocultándole al hombre una doble vida, recibió en su piel descarnada el ardor terrible de la sal, y todavía corre por ahí. Muchos hemos querido encontrar la vaca, aunque sea en los llanos de entre Paso del Toro y Tlacotalpan, únicos que nosotros, los chilangos tuvimos la oportunidad de conocer durante muchos años, tal vez porque estaban en nuestro camino hacia la también mágica Tlacotalpan.
Y así como los pocos especialistas líricos conocimos el Toro, también escuchamos los requintos maravillosos de Tío Ruti o Juan Zapata. Pasamos muchas navidades recordando los versos a lo divino de la Rama de Arcadio, envidiando a quienes, habiendo nacido allí y todavía no sé dónde es allí- semanas antes vaciaban naranjitas para usar las cáscaras como candeleros y pasear con una rama iluminada, adornada, en un mítico mundo situado entre los llanos, el río y el castillo del ogro de las habichuelas. Tal vez la rama se convertía en una varita mágica cuyo poseedor es capaz de acceder al mundo del Mono Blanco, de la Vacas Ligeras, de los bailarines con pies de gallo y olor a azufre.
¿Por qué no nacimos allí? Pues porque no nacimos allí. Porque nuestros llanos son de asfalto, las vacas tienen motores de combustión interna, ahora sin plomo, y no son precisamente ligeras. Porque los únicos que tienen pies de gallo son los agentes de tránsito, aunque igual desaparecen en cuanto alguien los descubre. Y vaya que cantamos versos a lo divino antes de salir de casa y enfrentar la selva. Nuestra selva.
Habiendo nacido acá, algunos tuvimos el regalo maravilloso de haber escuchado El Colás y La Bruja en vez de canciones de cuna, en versión de Lino Chávez, por supuesto. De crecer con la leyenda de que en los cincuentas había un viejito, muuuy viejito, jaranero, que se llamaba Arcadio Hidalgo, allá por Jáltipan. Tal vez de ser alumnos de Los Folkloristas, o primos de un alumno de otro alumno de ellos, al menos. A lo mejor un día vimos a unos jarochos tocando El Querreque en una ostionería. O habíamos usado de niños una guitarra sexta para intentar, frustrados, descifrar algún rasgueo flamenco de la Cuenca. Y, a pesar de la falta de éxito, seguir sintiendo el cosquilleo en los dedos. El llamado visceral hacia las cuerdas dobles de la jarana o a torcer las manos como aprendiz de iguana para alcanzar las cuerdas del arpa. ¿Tal vez nos cosquillea el abdomen porque antes las cuerdas eran de tripa?
Y descubrimos un día el tesoro: escuchamos por radio que los nacidos allí iban a Tlacotalpan para La Candelaria. Y se juntaban muchos, muchos. Tal vez se juntaban en otros lados, en otros pueblos. Tal vez La Virgen de la Candelaria no es taaan importante. Tal vez por allá haya fandangos cada dos minutos, como asaltos en Chilangolandia. Pero nosotros, los chilangos, descubrimos el Encuentro en Tlacotalpan. Y allá fuimos. La primera vez, con tan poco dinero que tuvimos qué pedir prestado en las casetas para pasar el coche que nos facilitó una amiga. Que nos bañamos en el Papaloapan, entre desperdicios de marisquería. Que tomamos agua que goteaba de la fábrica de hielo del muelle, y una vez al día podíamos pagar un caldo de pollo, sin pollo, con muchísimas tortillas para aguantar el día completo. Pero allá fuimos.
Y cuando quisimos tocar en el Encuentro, al ver que subía todo el mundo, no nos creyeron. Con pantalones de mezclilla, paliacates en la frente y playeras de colores, pensaban que tocábamos heavy nopal, guacarock o, cuando mucho, Serrat. Nadie nos creyó... CASI nadie. Porque apareció un Pepe González Márquez que gritó: -¡Pero si son Los Chaneques!-, y nos dejaron subir. Y tocamos Arpa, Requinto y Jarana. Horrible, correteando, al más puro estilo del Conjunto Medellín, pero además torpemente. Con versos hechos, aprendidos de memoria en el disco, repetidos hasta con las inflexiones vocales del pregonero comercial. Pero tocamos. Y lo más importante para nosotros: tocamos allí. Y olía a río. Y alcanzábamos a ver las palmas reales, que luego supimos que suenan cuando llueve, y es bien bonito. Y estoy segura de que, de haber estado más días, podíamos haber encontrado a la vaca ligera.
No la encontramos, pero encontramos al Taconazo. Y nos abrió su casa, y nos prestó arpa y jarana, y tocó con nosotros. Y nos trovó, y nos tuvo paciencia en nuestros primeros intentos de trova, también. Y nos invitó a ir más seguido, -...aunque no sean las fiestas, vénganse, que está mejor cuando no hay gente, para que toquemos todo el día, y se vayan enseñando-.
De entonces para acá, largas historias. Como mi gigoló de ochenta años: don Julián Cruz. Único hombre que me ha puesto a trabajar meses y meses, para poder irlo a ver, invitarle desayunos, comidas y cenas, traerle cigarros, esperando el momento mágico en que volteara la jarana que traía colgada en la espalda, y me dijera Mira, hazle así, pero pégale con las uñas, para que no te jodas los dedos-. De ir a los cursos de zapateado, de aprender más jarana, de preguntarle a todo el mundo. De revisar libros de creación literaria tratando de entender la estructura de la décima, a pesar de no haber nacido allí.
Y algunos años intentando aportar cosas al son jarocho, chilangueses. De descubrir la raíz negra en el Zacamandú, de ponerle un cajón peruano, y recibir los jitomatazos en la tarima. De tocar con yembés, saxofones, congas. De tocar un año más rápido, otro más lento, otro tratando de sonar tradicional ¿pos´ cuándo?- y otros de hacer locuras. De hacer décimas contra el maltrato al toro zacamandú y de los otros-. De alejarnos de Tlacotalpan, rencorosos, lagrimeantes y amargos, de regresar con nuevas esperanzas...
Pero si esto no es AMOR... no sé qué es. Amor de los chilangos, gringos y europeos ahora hasta africanos- migrando temporalmente hacia allí. Amor de descubrir otros pueblos, fandangos, encuentros, vírgenes y hasta cristos negros. Amor de dedicar largo tiempo a dominar la trovada.
Y allí, amor de quienes sí nacieron en el lugar indicado, amor para recordar lo que sus abuelos tocaron, amor para abrir sus brazos a otros instrumentos, para exprimirle al son hasta su última gota de sangre negra. Amor para pararse un día en el Zócalo Metropolitano y, frente al asta bandera y el Palacio Nacional, poner a los otros chilangos, a los que no han ido allí, a bailar el son jarocho. A zapatear. Y amor de estar frente a todo eso, lagrimeando también de gozo.
¿Qué si vendrá otra comercialización del son como la del conjunto Medellín? ¿Qué si es válida o no la incorporación de otros instrumentos y hasta otras rítmicas? No lo sé. Y creo que no lo sabemos. Nadie. Pero deveras que hay mucho trabajo hecho en estos años. Trabajo artesanal, con el mismo amor que el ebanista tlacotalpeño pone en sus mecedoras hermosísimas. Y hecho con amor, seguro vale la pena.
Hace poco menos de treinta años, en la única grabación ¿comercial? que existía del Toro Zacamandú, uno escuchaba la voz de don Arcadio: Ay nomáaaas nomáaas.... Pero ahora, tras treinta años de corazones puestos en ello, a media madrugada en el fandango, bajo el sereno y cerca de las palmas reales, resuena el grito, profético y concreto, pregonando con toda el alma: Ay, amooor, AMOR
Ana Zarina Palafox Méndez
Febrero de 2001