Tres décadas de diferencia
Estábamos comenzando la década de los ´70. Los enfrentamientos estudiantiles en todo el mundo habían dejado huella, y los movimientos de izquierda en las grandes ciudades se diversificaban. Entre los estudiantes de humanidades corría el fervor popular, el sueño bolivariano de la Latinoamérica unida como un gran pueblo, abrazando el Continente.
Las peñas folklóricas comenzaban a brotar como honguitos. Las que en Argentina y Chile fueron sitios de convivencia, local y no tanto, en México empezaban a ser centros culturales para mostrar las diferentes músicas de Latinoamérica (algunas hasta incluyendo nuestro país). En las primeras modalidades, se cobraba una cuota fija para cubrir los gastos del lugar y de los músicos, brindando algo de beber y una cena, poco más que simbólica.
Muchos estábamos en la vorágine del venceremos, del pueblo unido y hasta la victoria. Simón Bolívar nos había convencido tanto de la unión de países, que nos sudameriquizamos demasiado. Surgía apenas el canto nuevo, en la mayoría de los casos copiado al carbón de las rítmicas de los Parra, de la Bravo, del Jara. Moríamos por tocar quenas, charangos, bombos... y no nos preguntábamos si México tenía algo más que mariachi. El Instituto Politécnico Nacional y la UNAM bullían de talleres de música folklórica, brindados gratuitamente a los alumnos. Lo que recientemente había sido de élite (hijos de académicos, juniors izquierdosos y otros pocos locos intelectualoides), ahora se ponía a la mano para los estudiantes de recursos medios a bajos. Las quenas y zampoñas se volvieron muy accesibles, a partir del bambú del Estado de Morelos y el PVC. Comenzó el fenómeno andino de esquina, con los alumnos de taller, y medio mundo empezó a botear en las calles, maltocando piezas malinstrumentadas, malescuchadas en los discos que venían de... Francia, y creyendo en la autenticidad del folklore. Pululaban en los puestos de periódicos los "Guitarra folkórica", editados por los mismos de "Guitarra fácil", que antes le apostaban a la música comercial.
Para los ´80, los pocos tercos raros que le habían entrado a la música mexicana empezaron a ganar terreno. En otra vertiente, la salsa neoyorkina cobraba adeptos. Los musicos folklorosos nos empezamos a dividir: quienes le apostaban a alientos y percusiones, dignificaron su quehacer en la salsa, esperanzados de estudiar mucho y, algún día, llegar al jazz. Quién sabe de dónde brotaron bajistas y tecladistas, para completar el cuadro. Los cuerderos rascatripas de oreja empezamos a voltear hacia México, espoloneados por la idea del rescate, sintiéndonos superhéroes étnicos y, en vez de ingresar a las escuelas formales de música, los más decididos agarramos nuestra mochilita y comenzamos a invadir otras regiones. Los menos decididos se conformaron con exprimir en casa los polvosos discos del INAH y las grabaciones pulcras del grupo Los Folkloristas. Y de éste lado, quién sabe de dónde, empezaron a aparecer unos pocos arperos y aun más violinistas. Quedaron (quedan todavía) algunos andinosaurios, fusilándose de oreja los nevos discos de Inti-Illimani y los Kjarjas (o como se escriba). Afortunadamente muy pocos.
Radio Educación, junto con algunas otras personas, a fines de los ´70 inventó un Encuentro de Jaraneros en Tlacotalpan. ¿Con qué fin? Pues hacer transmisiones a nivel nacional. Muchos músicos campesinos iban allá durante las Fiestas de la Candelaria a ver a la Virgen y por la noche, después de rendirle homenaje, la velaban con fandango. La gente de radio y el director de la Casa de la Cultura organizaron el escenario, los micrófonos y hasta la línea telefónica para transmitir en vivo.
Quienes estábamos en plena conversión Sudamerixicana, enmudecimos boquiabiertos. La voz ronroneante de Pepe González Márquez fue el parteaguas: -El tercer encueeentro de jaaaaraneros, desde Tlacotaaaalpan, Veraaaacruz. Suficiente para redirigir nuestros pasos mochileros hacia el pantanoso Papaloapan. No sólo los que habíamos nacido en el DeFectuoso, también algunos sureños, tuxtlecos y sotaventinos que habían estado aprendiendo el son en la Ciudad de México se dejaron ir de regreso. La misión: retomar el son jarocho campesino, y desfacer el entuerto que el maléfico Lino Chávez había hecho entre 1950 y 1965. Pero lo que empezó como una labor superheroica de rescate de tradiciones moribundas, se convirtió en una vorágine incontrolable, Sotavento y Chilangolandia empezaron a parecer salas de urgencias: instituciones, talleres, conciertos, más programas de radio, discos de acetato, sones aprendidos en periódicos del s. XVIII, conciertos para la nueva elite, ahora jarochilanga, jaronorteña, jaroxalapeña, jarochicana y hasta jarogringa.
Mala planeación, o tal vez demasiado entusiasmo y poco análisis: la vorágine se encargó, sin mala voluntad, de estirar demasiado la delicada masa del pastel. Surgieron (surgimos, dijo la otra) reposteros voluntarios que empezaron a llenar la cocina con betún de colores y saborizantes artificiales: armonía de conservatorio, teorías de academia, "jarana fácil", instrumentos postizos y, sobre todo, componentes urbanos o, en el menos peor de los casos, fuereños y afuerinos, aunque fueran comunitarios, hasta crear otra clase de panqué, que ahora es el que se vende como "son jarocho tradicional", hasta en la TV, esquina con la Alameda Central.
Con esto, entrando en el tercer milenio, y gracias al avance carretero, los lugares que antes eran casi inaccesibles, ahora están a lomo de ADO. Me entero, a veces como testigo presencial, a veces de oídas, que en Chacalapa, Culhuacán, Los Cobos, Tlalpan, Xalapa, Tláhuac, Santiago, Coyoacán, Tacamichapan y hasta Tlalnepantla están siempre las mismas personas, que no necesariamente son jaraneros tradicionales que aprendieron de su abuelo. O más bien, que no lo son (no lo somos, de nuevo dijo la otra) y el resultado es un sonido estándar, de manual y curso de dos semanas, salpicado de tristes intentos de imitar al top-ten del son. No hemos llegado a las jaranas de PVC, pero no tardamos.
¿Qué sigue? No tengo idea. Mi teoría parcial es que esto ya se ha desprendido del tronco original y, en vez de enriquecerlo (de empobrecerlo se encargan otros factores, como la migración), lo ha alterado tanto que ya no se parece a la corteza madre. Todavía podemos encontrar el son campesino en algunas comunidades (ya ni quiero decir dónde están, y de otras ni siquiera quiero saber yo) y, a pesar de que la cultura está en constante cambio, espero que éste no sea tan rápido, ni tan fuereño.
Y de la rama desprendida que ahora es el son jarocho de manual, estoy segura que muchos de los que se han acercado en los últimos 10 años (jóvenes o no tanto, no importa) desconocen la diversidad de afinaciones, estilos, versada, sones que hay entre las diferentes poblaciones que ejercen este estilo musical como una parte de su vida cotidiana. A ellos les ofrezco, si tienen la curiosidad, esta discografía con grabaciones de hace mucho tiempo, alrededor del 12 A. M. J. (antes del Movimiento Jaranero).
Ahí podrán descubrir que Arcadio Hidalgo no tocaba lento, que el toro se apellidaba sacamandú y no siempre se cantaba igual, que las justicias tan mentadas ya las conocíamos, aunque no con ese nombre, que el legendario Varo Silva alguna vez fue considerado un estorbo acústico, que la bruja no es solamente el son marisquero que se baila con una veladora... vaya, muchas cosas que ahora, a los viejitos del son urbano, nos hacen reir en privado.
Y para los que quieran más parámetros, incluí una parte de los textos introductorios de la Antología del Son, por los conceptos que expone, y los mitos que derrumba. Güen provecho tengan astedes.
Ana Zarina Palafox Méndez
Agosto de 2007